Cultura

Un viaje entre banderas rojas: Billings, la estancia

  • 30-30
  • Un viaje entre banderas rojas: Billings, la estancia
  • Fernando Fabio Sánchez

Llegamos a Billings, Montana, luego de tres días de camino desde California, enlatados en un Honda, tal como narré la semana pasada.

Luego de abrazar a los seres queridos, llegó el reconocimiento de la ciudad, un reencuentro y un desencuentro a la vez.

Las personas han cambiado, el lugar, la circunstancia nacional, y uno también.

Cuando salí al día siguiente para comprar comida, lo confirmé. Había nuevos negocios y centros comerciales, edificios recién construidos, otros remodelados.

Frente a mí se extendía esa pequeña arcadia, casi separada del resto del mundo. Sabía yo quiénes eran ellos, pero ¿ellos sabían quién era yo?

Fue imposible no pensar que encarnaba la figura del extranjero en varios sentidos.

Incluso recientemente narré en esta columna el mito de Quetzalcóatl, en el cual la figura del toueyo —el foráneo— amenaza la homogeneidad de los toltecas.

De manera que estaba muy consciente de lo que podrían sentir ellos en su ciudad y, ahora más que nunca, por la exacerbación de la xenofobia por parte del gobierno federal.

No obstante, me sentí como en casa por decisión y por adopción. Los montaneses son muy cordiales y educados.

Destacan los dueños de la cabaña donde nos hospedamos, y uno de los vecinos que, mientras paseábamos los perros, me invitó a conocer su taller donde reparaba sistemas de navegación automotrices.

Nunca en los paseos individuales o familiares me sentí fuera de lugar. Por ello, cada una de mis estancias en Billings —ya sea en verano o en invierno— han sido muy placenteras.

En realidad, así había sido durante toda la ruta. Si no fuera por la retórica oficial, las noticias y la omnipresencia de los símbolos nacionales, hubiera dicho que nada estaba pasando.

O quizá era cierto que algunos enarbolaban las banderas rojas, exigiendo demandas políticas conservadoras, y hubiera otro gran porcentaje que pensaba distinto.

Sus valores eran —por decirlo de una manera— más humanistas que políticos, con preocupaciones que coincidían con las mías y con las de muchos estadounidenses a lo largo del país.

La tarde de mi llegada había escuchado en la radio una melodía de los ochenta con la que crecí en Torreón, Coahuila.

Era verdad que tiempo y espacio me distanciaban de aquellos estadounidenses que habían hecho suya —en su propio país e idioma— esa canción durante sus días de juventud.

Pero también habría que aceptar que, en Estados Unidos, ha ido surgiendo una conciencia capaz de superar las diferencias, acercándonos a quienes nacimos en este continente, más allá de la comida y las palabras adquiridas.

Mi propia familia era prueba de ese acercamiento entre dos razas y naciones. David —bilingüe por padres y abuelos— encarnaba a un hijo de esa nueva era.

Tal vez ese era el verdadero temor de ciertas élites políticas: el temor a la fusión, a la cultura compartida. 

Un anhelo de pureza originado desde los tiempos fundacionales de las colonias.

Los días pasaron entre reuniones familiares, paseos por el zoológico y trabajos personales —porque siempre hay algo que revisar, leer, escribir—. 

El taller de la vida nunca se detiene.

Una tarde larga y silenciosa, me detuve en el sendero que corre sobre el acantilado conocido como The Rims.

Además de una vista panorámica de la ciudad, encontré una serie de esculturas hechas con pedazos reciclados de acero.

Una de ellas representaba a una figura humana paseando a su perro. 

Me reconocí en ese espejo: el arquetipo del amo y su(s) can(es), sin piel ni memoria, solo con la lealtad a la vida natural y espiritual.

Con cierta nostalgia, vi pasar aquellos días de corazón y calma. Y, sin poder evitarlo, llegó el momento del regreso.

¿Qué encontraríamos en el camino de vuelta a California? Como todo en la vida, sería una sorpresa.


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