Faetón zarpó al cielo en el carro del Sol, como leímos la semana pasada.
Pero el peso no era el mismo al que estaban acostumbrados los caballos solares y el yugo no tenía su arrastre habitual.
El carruaje se sacudía y saltaba en el aire como si no hubiera nadie arriba.
Tan pronto como lo sintieron, los caballos corrieron salvajes, desviándose del camino.
El conductor entró en pánico. No sabía manejar las riendas que le habían confiado ni conocía el camino. Y aunque lo hubiera sabido, no habría sido capaz de dominar a los caballos.
Entonces, por primera vez, los fríos Osos del norte recibieron los rayos del Sol y se calentaron y en vano se zambulleron en el mar prohibido.
Y Draco, la serpiente enroscada en el polo helado que, hasta ese momento, había estado hibernando y que a nadie amenazaba, serpenteó con furia por el ardor.
Dicen también que el Boyero huyó poseído por el terror.
Y cuando el infeliz Faetón miró hacia abajo desde la cima del cielo y vio las tierras extendidas a lo lejos y en el fondo, la sangre se le escurrió del rostro, sus rodillas temblaron de miedo y sus ojos se llenaron de sombras, pasmados por el resplandor.
Deseó nunca haber tomado los caballos de su padre ni haber tenido éxito en la misión de averiguar su origen.
Le hubiera gustado que lo llamaran hijo de Mérope.
¿Qué debía hacer? Casi todo el cielo estaba detrás de él y mucho más había adelante.
Hizo cálculos en su mente, lanzando sus ojos hacia el poniente, a donde no debía ir. Luego vio hacia el oriente. Aturdido, no sabía lo que debía hacer.
No podía soltar las riendas ni podía manejarlas, ni siquiera llamar a los caballos por su nombre.
Y vio el horror surreal de los predadores sueltos en el cielo. Escorpión arqueó sus pinzas y con el gancho de su cola y sus curvas patas invadió otras dos constelaciones.
Cuando el joven vio al Escorpión exudando veneno negro y amenazándolo con su aguijón puntiagudo, quedó paralizado por el miedo y soltó las riendas.
Cuando los potros sintieron las correas sobre los lomos, viraron su curso, y sin que nada los detuviera galoparon hacia las regiones desconocidas del cielo.
Desenfrenados, llegaron hasta las estrellas, llevando el carro sobre senderos desconocidos, subiendo a veces hasta la estratosfera y desbocándose hacia el aire, casi al nivel del suelo.
La Luna estaba muy feliz de ver a sus hermanos los caballos.
Pero las nubes empezaron a volverse humo, y la tierra estalló en llamas; primero en las partes altas, mientras que se abrían socavones y todo se secaba.
Los prados se llenaron de cenizas. Ardieron los frondosos árboles y los granos se consumieron rápido.
Aunque eso eran solo llantos menores.
Ciudades amuralladas perecieron. Naciones completas y poblaciones enteras se volvieron cenizas. Los bosques se incendiaron en las colinas.
Ardió Atos, el cilicio de Tauro y el Tmolo y el Eta y el Ida.
El fuego invadió el Etna y el Parnaso de dos cumbres, y el Érix, y también el Cinto, el Otris y el Ródope que ahora no tendrá nieve.
Y se quemó el Mimante y el Díndimo y Mícale y el Citerón sagrado.
Y ardió el Cáucaso y el Osa, así como el Pindo y el Olimpo más alto que todos, y los Alpes encumbrados y el Apenino coronado por nubes.
Así Faetón vio el mundo entero en llamas.
¿Qué otra cosa iba a hacer?
*Traducción y selección personal de “Metamorphoses”: Ovidio (Hackett; trad. Stanley Lombardo).