Como Christopher Nolan hiciera con Batman, Sam Mendes tomó a un personaje icónico de la cultura popular y desarrolló otra vertiente de su trayectoria y despedida, aunque siempre quedan posibilidades para trazar nuevas rutas argumentales. El retiro parece ser el destino de los héroes con personalidades secretas para poder ser, junto con su pareja, personas comunes y corrientes, o sea, con la posibilidad de ser felices.
La tetralogía del Bond-Craig empezó de manera brillante con Casino Royale (Campbell, 2006), bajando el listón con Quantum of Solace (Forster, 2008). El director de Belleza americana (1999) y Solo un sueño (2008) continuó con esta faceta del espía más apegado a la idea original de Fleming con Skyfall (2012), absorbente filme que funcionó en diversas vertientes, tanto dramáticas como de acción, incluyendo apuntes para profundizar en el origen del personaje y en su dimensión biográfica, incluyendo los fantasmas que la rodean.
Justamente esta línea argumental parece ser la que da sentido a Spectre 007 (RU-EU, 2015), conclusión que se esperaba más intensa, acabada y contundente (igual le sucedió a Nolan con la diferencia entre la segunda y tercera entrega del hombre murciélago, por cierto), pero que al fin finiquita con dignidad una etapa que revivió al espía en tiempos donde la competencia se ha incrementado, tanto en las pantallas como en el mundo real, donde también los muertos parecen estar vivos y viceversa.
La cinta parece debatirse entre serle fiel a la tradición y separarse de ella, tensión que no le ayuda al desarrollo argumental ni a la fluidez del relato, quedando más como secuencias independientes, algunas de ellas de enormes valores fílmicos, que como una historia concatenada que nos va llevando por las angustias entre laborales, familiares y existenciales de James Bond, aquí ya despojado del poco glamour que le caracterizaba, salvo esos trajes impecablemente ajustados, aderezado con lente oscuro de marca inalcanzable y algún coche de diseño exclusivo. Ahora ni siquiera hay tiempo de tomarse el martini como debe ser o dedicarle más tiempo al coqueteo con las mujeres, salvo con la hija de un antiguo enemigo (Léa Seydoux, dejando la vida Adèle) que por una coyuntura parece estar, forzadamente, de su lado. Los otros dos personajes femeninos reclamaban una mayor participación que no les fue otorgada: la sonorense Stephanie Sigman se queda vestida y alborotada y Monica Bellucci carga con el dramatismo italiano de la viuda liberada y condenada a la vez, esperando un destino inevitablemente trágico pero con tiempo (poco) para la seducción.
LICENCIA PARA NO MATAR
La primera secuencia desarrollada en el corazón de la capital mexicana derrocha sentido fílmico, siguiendo la escuela de Orson Welles: se trata de un plano secuencia que se desliza por las calles en medio de la festividad del Día de Muertos (nunca he visto una así, con un tono más carnavalesco), para después internarse en un hotel cercano y subir al techo para recorrer desde ahí varias construcciones, volver a bajar y elevarse una vez más en un helicóptero, desde donde vemos una lucidora toma del DF.
El contenido de esta primera parte es la persecución que Bond lleva a cabo para atrapar a un italiano que planea estallar una bomba en un estadio, que a la luz de la barbarie recién vivida en París, cobra otro significado, al igual que toda esta organización secreta que busca imponer su interesada visión a punta de explosiones y matanzas contra la población civil: el miedo genera dividendos y campo abierto para establecer el control y ejercer el poder con altas cuotas de impunidad.
La historia y el consecuente guion de John Logan, quizá trabajado de más con varios colegas entre quienes se encuentran los habituales Purvis y Wade, se mueve en dos niveles con visible ruta de interconexión: el principal, que sigue las acostumbradas peripecias del 007 ahora en plan de renegado debido a la suspensión de la cual fue objeto, y el secundario, que presenta a C (Andrew Scott) un burócrata con mucho poder que pretende transformar todo el sistema de seguridad no solo inglés, sino mundial, ante la resistencia de M (Ralph Fiennes, nunca rebasado) y algunos otros idealistas como Q (Ben Wishaw) y Monepenny (Naomie Harris).
El vínculo entre ambos niveles es justamente esta organización malévola que, muy acorde con los tiempos que corren, no puede ser ubicada en un territorio, sus intenciones son ambiguas y se mueve en las sombras, sin declaraciones de guerra a la vieja usanza: ahí está la lograda secuencia de la reunión a media luz con una mesa interminable y un montón de personas que asustan por su normalidad y su indiferencia ante la salvaje forma de suplir al personal para ganarse una misión.
La personificación del mal se centra en dos villanos de características contrastantes: un forzudo que no parece detenerse ante nada sin que sepamos bien a bien cuáles son sus motivaciones más allá de la chamba en la organización (Dave Bautista, en contraste con su apreciable Drax) y el jefe de éste, siguiendo en la línea de malosos demenciales con inteligencia privilegiada, aparentemente educados y con algún trauma no resuelto (Christoph Waltz), buscando el desmoronamiento metafórico y literal de una estructura que debe ser reemplazada.
Con impecable diseño de producción y edición de sonido, el percusivo score de Thomas Newman acompaña en particular a las secuencias de acción, mientras que los momentos de tenso respiro nos permiten conocer locaciones, cual sello de la casa, de Marruecos, Austria, Inglaterra e Italia, sitios en los que se presentan encuadres que permiten advertir el sello del director, todavía con influencia de la puesta en escena teatral. Solo faltó que se movilizaran más nuestras emociones.
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