Cuando una canción de protesta se propaga como la lumbre, las dictaduras pueden asesinar a su compositor, como sucedió en Chile cuando Pinochet ordenó la ejecución de Víctor Jara, o encerrarlo en la cárcel, como está ocurriendo en Cuba, donde el viernes pasado el Tribunal Municipal Popular de Centro Habana condenó a 9 años de prisión al rapero Maikel Castillo Pérez. ¿Su delito? Haber compuesto, junto con otros músicos, la canción Patria y vida, el himno del movimiento San Isidro, el colectivo de artistas que en julio del 2021 logró sacar a la calle, en varias ciudades de Cuba, a miles de jóvenes que reclaman libertades políticas y mejores condiciones de vida. En términos de guerra propagandística, el fallo del tribunal es un tiro por la culata, pues le dará mayor difusión al rap subversivo.
Al profanar el lema revolucionario Patria o Muerte, Maikel se arriesgó a sufrir duras represalias por parte del régimen. La temeridad de su apuesta es un claro indicador de la desesperación a la que ha llegado la juventud cubana. Junto con Maikel fue condenado a 5 años de prisión el performancero Luis Manuel Otero Alcántara, culpable de otra herejía imperdonable: grabar un video donde usó la bandera cubana como albornoz al salir del baño. ¡Oh abominación satánica! Con un lenguaje que recuerda al de Díaz Ordaz cuando salió en defensa de los símbolos patrios mancillados por los estudiantes del 68, el tribunal acusó a Otero de “ofender a la bandera nacional mediante la publicación de fotos en redes sociales donde se le utiliza en actos denigrantes” y a Maikel Castillo de “ultrajar y afectar el honor y la dignidad de las máximas autoridades del país”. A juzgar por esta fraseología, el régimen cubano ya perdió el miedo al ridículo. Como sabemos de sobra en México, una revolución decrépita engendra tarde o temprano su torva caricatura.
Los estados teocráticos de la antigüedad y sus retoños modernos creen en el poder mágico de los símbolos. Maikel Castillo no hizo propaganda a favor del imperialismo sino algo mucho más temible para el politburó de la isla: profanar un símbolo intimidatorio que identifica el amor a la patria con la eliminación del adversario y proponer un nuevo tipo de fervor patriótico exento de amenazas bravuconas. Si el régimen estalinista de Díaz Canel tuviera un fuerte respaldo popular no reaccionaría de tal modo ante una inocente demanda de pluralismo. Los líderes del partido comunista no pueden tolerar el menor brote de rebeldía pues saben que las tiranías mejor blindadas, las que no dejan la menor válvula de escape al descontento social, se derrumban como castillos de naipes al menor soplo de viento (así cayó en Rumania el camarada Ceaucescu, dilecto amigo de Fidel Castro). Las sentencias a Castillo y Otero quizá intimiden a otros rebeldes, pero a los ojos del mundo proclaman el rotundo fracaso de una burocracia usurpadora que se aferra con uñas y dientes al poder, sin exponerse nunca a la prueba de las urnas. Un detalle significativo: tanto Castillo como Otero son negros, mientras que todos los presidentes de Cuba, de Fidel en adelante, han sido blancos y barbados. ¿La vieja sociedad de castas asoma sus garras bajo el escudo de la hoz y el martillo?
Hasta Silvio Rodríguez, el panegirista más cursi de la dictadura cubana, ha tenido que salir en defensa de los músicos perseguidos por el gobierno de Díaz Canel, si bien emplea en sus críticas las medias tintas de los cortesanos que intentan quedar bien con dios y con el diablo. El régimen le permite disentir porque es un viejo aliado, o porque la piel blanca pesa a su favor, pero ningún compositor subversivo de Cuba goza del mismo privilegio. En México Rodríguez tiene un amigo muy poderoso, el presidente López Obrador, con quien tomó café en Palacio Nacional a principios de junio. Si de veras quiere ayudar a los presos políticos del Movimiento San Isidro, debió pedirle que el gobierno de México les brinde asilo político. Pero como ambos demagogos creen que el tiempo se congeló en los años 70, cuando la revolución cubana todavía despertaba ilusiones, jamás harán algo concreto para impedir este atropello a los derechos humanos. Su prioridad es defender una mitología carcomida por el salitre que desde hace tiempo huele a cadáver.
Durante los años más negros de la dictadura del PRI, la izquierda mexicana luchó por libertad de expresión y pagó una fuerte cuota de sangre para edificar nuestra incipiente democracia, pero su apoyo irrestricto a la momificada revolución cubana exhibe una seria contradicción ideológica. Ahora está en el poder uno de los más tozudos creyentes en el carácter sagrado de esa tiranía obsoleta. ¿63 años de poder absoluto no le parecen suficiente prueba de que algo está podrido en La Habana? Negarse a reconocer la degeneración de una utopía es la mejor manera de aniquilarla.
Enrique Serna** Autor de El vendedor de silencio