Días antes de que Hidalgo regresara al semáforo epidemiológico naranja, el gobernador Omar Fayad anunció en sus redes sociales: “Giré instrucciones… para que… entren en vigor una serie de medidas enfocadas hacia la reapertura comercial, reactivación económica y apertura de centros de culto religioso…”
Sobre este último punto profundizó: “… vivimos en un estado laico, en donde se reconoce que las creencias religiosas son fundamentales para elevar el estado anímico de la sociedad y para abonar al restablecimiento del tejido social”.
Sin duda, el llamado del gobernador es de buena voluntad, pero me pregunto: ¿en realidad valdrá la pena en que se abran los centros de culto religioso? Porque en el momento más álgido de la crisis, cuando más se necesitó de los padres, obispos, pastores y demás líderes religiosos, estos se escondieron de los contagiados de covid-19 –como de los leprosos de antaño- para decir: que sea lo que Dios quiera hermano.
Me aferro a la laicidad citada por el Ejecutivo para abordar este espinoso tema. Todas las iglesias fallaron, sin excepción, a su principal propósito: “visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones”. Salvo honrosas excepciones, las iglesias han dejado morir a sus feligreses y ahora quieren volver, abrir sus puertas y alabar a Dios ante sus congregaciones mermadas por la terrible mortandad.
¿Dónde está el don de sanidades? ¿Con qué cara continuarán erigiéndose como representantes de la divinidad? Tuvieron meses para demostrar que Dios existe, pero fue más grande su miedo a la muerte. No hicieron más que hundir la fe. Si de abrir actividades esenciales se trata, yo diría: que abran solo quienes hicieron de esta pandemia más llevadera para su gente.