Hay una escena en La mosca, de David Cronenberg, donde cuando la mutación del protagonista en una especie de escalofriante hombre mosca está ya muy avanzada, el personaje de Geena Davis acude de nuevo a verlo, tratando de ayudarlo desesperadamente. Él le pregunta si conoce la “política de los insectos”, para después explicarle que es inexistente, pues los insectos no se mueven según reglas éticas, sino simplemente según su instinto salvaje. Esto es lo que le está ocurriendo a él, así que le pide que se vaya y no vuelva, pues de lo contrario, no le quedará más opción que lastimarla, cuestión que todavía en ese punto desea evitar a toda costa.
Me parece que esta idea de la “política de los insectos” es muy útil para comprender el fenómeno contemporáneo mediante el que la política mainstream en varios países, por no decir que en todo Occidente, ha incorporado a su discurso y prácticas, expresiones e ideas abiertamente asociadas con elementos de odio, exclusión, evocación de regímenes totalitarios, xenofobia, homofobia, misoginia y demás. Pero no lo digo tanto por hacer una asociación fácil de los políticos como insectos (aunque en algunos casos también aplicaría con facilidad), sino más bien por cómo una cierta visceralidad adquiere un carácter argumentativo, naturalizado, que se vuelve incluso parte importante del discurso político, y del programa de gobierno, en los casos en que este tipo de plataformas en efecto han conseguido llegar al poder. Al igual que sucede con el protagonista de La mosca, las políticas derivadas de estas pulsiones tan primarias se presentan como inevitables (no nos queda más que enjaular niños para detener la invasión de los migrantes; no hay de otra más que destruir la naturaleza si queremos crecimiento económico; es inevitable que unos pocos tengan tanto y millones casi nada, es el precio de la sana competencia), y buena parte del éxito electoral se debe precisamente a la conexión emocional que se establece directamente con las entrañas de los votantes.
Y lo curioso es que una de las principales banderas de este tipo de políticos es que “dicen lo que piensan” y que le hablan al ciudadano común en su propio lenguaje. Sin embargo, en realidad lo que esto significa es una ausencia de pensamiento, en un sentido literal, pues simplemente se repiten como mantras eslóganes cargados de prejuicios, o que ofrecen soluciones simples para problemas muy complejos. Lo que se vende entonces como honestidad no es más que vileza descarnada, que al naturalizarse adquiere una especie de licencia para quitarse la máscara. Y en buena medida gracias a las redes sociales, es muy fácil constatar en instantes cómo la gran narrativa de las vísceras (que, por cierto, no proviene únicamente del poder gubernamental, sino de representantes de medios de comunicación masivos) se multiplica como las moscas en ciertos sectores responsables de fugaces expresiones públicas de abierto racismo, clasismo, misoginia, etcétera. Pero, de nuevo, es gente que “dice lo que piensa”, y “las cosas como son”, y como todo aquello es tan natural, pues no se ve razón alguna para no manifestarlo con toda claridad y sin el menor asomo de pudor.
Pues finalmente, bajo dicha visión el mundo es el que es, y somos como somos, y no hay tiempo que perder ni en sutilezas éticas, ni en imaginar o plasmar realidades distintas. Atender el llamado de la víscera: como le sucede cada vez más al protagonista de La mosca.
Eduardo Rabasa