Cultura

Dialécticas del rock

Recién vi en estos días en plan maratón la famosa serie Seven Ages of Rock, que apareciera en 2007 en la BBC y VH1, donde en siete capítulos se repasa la historia del rock, dividida según las épocas que a juicio de los documentalistas lo definen. Si bien tiene omisiones un tanto inexplicables (no se menciona a Joy Division, The Cure, Radiohead, Depeche Mode, por nombrar unas pocas), es fascinante verlo, acaso mejor todo de golpe, pues ofrece una gran panorámica de los vaivenes de la música popular, muy en consonancia con las propias transformaciones de la sociedad con el paso de las décadas. De una forma un tanto hegeliana, el rock parecería moverse de manera dialéctica, donde un movimiento se agota hasta engendrar una respuesta a menudo situada en un punto opuesto, hasta que se convierte en la nueva vanguardia, que a su vez vuelve a dar señales de agotamiento, para dar de nuevo paso a alguna otra expresión.

Por ejemplo Johnny Ramone comenta que parte de su estilo simple, que contribuiría decisivamente a la idea del punk del “do it yourself”, era una respuesta al virtuosismo de Jimi Hendrix o Jeff Beck, quienes transmitían la impresión de tener que practicar durante 20 años para poder tocar como ellos. Igualmente, Johnny Rotten comenta que lo que “echó a andar su carrera” fue la camiseta de “Fuck Pink Floyd” que se hizo él mismo, con lo cual el punk se posicionaría en contra de la exagerada elaboración sonora, conceptual, visual, de la época precedente, para transformar la rabia producida por la sociedad de clases en música simple pero muy potente. Cuando a su vez el punk deviene fórmula, y el aspecto, uniforme, su agotamiento estaba próximo, y el propio Rotten cuenta que la gira final de los Sex Pistols, donde la nota la daba Sid Vicious cortándose en el escenario, era ya muy aburrida, con lo cual fue perfectamente emblemático que la canción final que interpretaran fue “No Fun”.

En la antípoda del punk aparece el giro de rock de estadio, pensado tanto musical como escénicamente para lo masivo y el merchandising (Gene Simmons, de Kiss, afirma que le da igual si su música no es considerada buena, pues han ingresado más de 1000 millones de dólares). Y quizá como expresión de culpa de clase, es aquí donde se pretende introducir una patética conciencia política al rock, pues en mi opinión resulta acaso más insultante organizar un espectáculo millonario y fastuoso, para expresar desde el escenario la gran compunción y solidaridad que experimentan Bob Geldof, Bono y compañía, con los millones de desposeídos del mundo. El momento en el que en la gira Zoo TV, de U2 (me parece que la más cara de la historia hasta ese momento), se enlazan en directo con un corresponsal de guerra en Sarajevo, para que Bono lo entreviste a medio show, sería un chiste que se cuenta solo, de no ser tan groseramente hipócrita.

Y como antípoda final a la grandilocuencia corporativa donde la música pasa a un término secundario queda al final el ejemplo (si bien efímero) de los Libertines, que convocaban por internet a sus fans para tocadas en el departamento de Pete Doherty, al grado de que llegaban vecinas furiosas a gritar que ellas no eran fans, seguidas de la policía. Con eso, explica Doherty, pagaban la renta y las cervezas del pub. Un bonito punto final dialéctico, y más a la luz de la mayor corporativización nostálgica que ha experimentado la música popular en los quince años que han transcurrido desde la aparición del documental.

Eduardo Rabasa

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  • Eduardo Rabasa
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  • Escritor, traductor y editor, es el director fundador de la editorial Sexto Piso, autor de la novela La suma de los ceros. Publica todos los martes su columna Intersticios.
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