La comisión sistemática de un crimen indica, además de la falla de los dispositivos preventivos/punitivos por parte del Estado, un quiebre en el elemento que es quizá finalmente el más esencial para que no suceda: la interiorización de la ética que, castigo o no, conduciría a los individuos de abstenerse de cometerlo. Si uno se topa con un anciano caminando solo, por una calle sola, no es sólo que no lo robe por el castigo potencial, sino porque, pensaríamos, existe algún sistema ético/moral que previene de actuar un hipotético impulso criminal. En el México contemporáneo, dicho sistema ético está hecho trizas, y nos encontramos ante lo que René Girard llamó “violencia indiferenciada”, para denominar aquella que se perpetra sin ton ni son, como fin en sí misma, que escapa a los códigos de contención jurídico/rituales que hacen posible la idea de una vida relativamente pacífica en sociedad.
Pero no todas las violencias son iguales, y la de género contiene el elemento específico de considerar a las víctimas criaturas de un orden inferior, cuya vida, literalmente, no vale nada frente al impulso de violentarla. Si uno es contratado para llevar a una joven a su casa de madrugada, en una especie de carretera al infierno en donde la muerte acecha por doquier, cualquier mínimo respeto por su derecho a existir conduciría a abstenerse de acosarla sexualmente frente a una situación de indefensión tal. Si esa misma joven baja del auto en defensa propia y queda sola en dicha carretera del infierno a las cinco de la mañana, cualquier código mínimo de empatía conduciría a prestarle auxilio, no a poner fin a su vida de manera espeluznante. Por supuesto que existe una colosal falla en el aparato de seguridad, de protección, de investigación, jurídico, etcétera, pero existe antes, o a la par, una masiva falla ética, humanitaria incluso, que después se reproduce en la conocida criminalización de las víctimas, en las conocidas asociaciones con el gusto por salir a divertirse, la vestimenta, y la larga lista de patéticos etcéteras que se resumen en una especie de implicación tácita de que ese es el destino contenido en querer hacer lo que cualquier joven del mundo puede querer hacer.
Se trata evidentemente de un problema que antecede y rebasa a las actuales autoridades, pero al menos simbólicamente, no es casual que la sistemática violencia sexual y de género ocurra en este caso en un estado cuyo gobernador llama en un video “facilona, piruja” a su esposa, como broma ante el hecho de que hayan comenzado a salir luego de un breve cortejo (¿cuánto tiempo debe esperar la dama la llegada del apuesto caballero, agitando el pañuelo perfumado desde la torre de su castillo, para ser considerada respetable?). O que la regañe públicamente por “enseñar mucha pierna” porque “me casé contigo pa’mí, no pa’que andes enseñando”. No se trata de hacer otra asociación fácil y achacar un crimen a quien no lo ha cometido, pero en mi opinión sí existe a nivel de mentalidad un continuo entre ese sentido de propiedad sobre un cuerpo ajeno, llevado al grado del regaño público como escarmiento, producto de dicho sentido de propiedad, y la mentalidad subyacente a la sistemática violencia de género.
De ahí que a la par de la exigencia de que el Estado cumpla con las labores mínimas que lo dotan de razón de ser, sea imperativo el énfasis en la transformación mental, cultural, educativa, para que la igualdad de los cuerpos no sea mera retórica sino realidad ética, y se pueda vislumbrar en algún momento la salida de esta interminable pesadilla.
Eduardo Rabasa