SERIE PERIODÍSTICA “REGIOS, MONTANOS Y SILENCIOS” / CAPÍTULO I

Mi nombre es Joaquín Hurtado, hijo de la colonia Moderna, del merititito Monterrey. Mucha gente me relaciona o me ubica en otra ciudad, porque “soy —como decía Juan Goytisolo— un pájaro que ensucia su propio nido”.
La carrera, digamos profesional, la inicié como maestro de educación básica, cosa que tuve que tomar muy a regañadientes, porque la verdad no me interesaba mucho el tema de trabajar con infancias ni nada de esto.
Yo más bien siempre quise desde chavito ser algo como, no sé, creador, escritor, pintor o arquitecto, pero bueno, no hubo billete, no hubo lana.
Provengo de una familia y de un barrio muy pobre que precisamente está ubicado en la zona donde nos encontramos aquí en San Nicolás, justo detrás de esta pared. Recuerdo que leía mucho un suplemento literario en el periódico El Porvenir. Salía todos los domingos y me lo bebía todo.
Ahí aprendí muchísimo de este oficio literario, por lo tanto, con el tiempo me convertí en cronista urbano. No un cronista histórico ni de pueblo, sino de la parte más dura de la ciudad, de la parte más escabrosa, más lúgubre, aquella que las crónicas periodísticas no suelen tocar y si la tocan será con una cierta perspectiva criminalizante.
En mi caso, siempre me propuse el reivindicar esta pasión, este encuentro con lo marginal. Y quizás ahí es donde me han conocido la mayoría de mis lectores. Tengo ya aproximadamente 35 años escribiendo y publicando. He visto la evolución de la ciudad que a mí me tocó.
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Cuando descubrí a Joaquín Hurtado en mi adolescencia era alguien que escribía de lo que no se nombraba y de lo que palpitaba en los márgenes de Monterrey: el deseo, la denuncia, la ternura y la lucidez.
No se trataba de un autor alfonsino, como buscaban serlo en los noventa la mitad de los escritores locales de su generación ni tampoco era parte del canon regiomontano emergente, aunque le interesaba la escena cultural.
Tampoco era un escritor ignorado. Era un sobreviviente que hacía de la palabra refugio y trinchera. Como Lemebel en Chile, Joaquín construyó una obra desde el cuerpo excluido, desde la sexualidad reprimida, desde el sur que hay en el norte de México.
Aunque no hablaba mucho de política, su escritura era política porque siempre ponía nombre donde había vergüenza, deseo donde estaba la represión, y belleza en donde amenazaba el despojo.
Tuve hace tiempo una larga charla con él en una fábrica abandonada de San Nicolás de los Garza, muy cerca de los barrios donde ambos crecimos. Por causas de fuerza mayor (o de una oscura maldición), esta y otras entrevistas que hice en pandemia no han salido a la luz. Ahora, poco a poco, lo harán.
Va, por lo pronto, esta conversación con Joaquín, con la que a su vez trato de resaltar una voz que la ciudad en la que nací intentó silenciar por ser una voz que daba dignidad a lo pobre, a lo homosexual, a lo incómodo y a lo marginal.
Con su prosa, Joaquín no buscaba encajar ni antes ni ahora, pero su obra está firme y afilada, como machete envuelto con papel del periódico de ayer. En sus crónicas hay literatura viva y dolida. Así, su palabra desenvainará en esta serie periodística titulada “Regios, Montanos y Silencios”.
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Nací en el año 61, como les digo, nací en Monterrey, luego mis padres se fueron a vivir a una colonia también un poco marginal de Guadalupe y de ahí brincamos aquí a la colonia Azteca en San Nicolás. Este camino me ayudó a ir conociendo a toda esta gente que se iba a los terrenos baldíos, a los rincones, a las partes más oscuras, a las barriadas más sórdidas, y de ahí es donde yo creo que mi obra se empezó a nutrir de todos estos personajes que para mí son entrañables y me enseñaron muchísimo de la vida.
Pero no me lo tomo tampoco a la ligera, sino que ha costado muchísimo porque es gente que en su mayor parte, o murió joven, víctima de la violencia o de sobredosis, o bien acabó en la cárcel, o como decimos acá en el barrio “bien chisqueado”, o sea acabó mal de la cabeza.
Yo me salvé pues, creo que gracias al afán de mi madre que tenía que aprovechar mi inteligencia, mi capacidad para poder leer textos y cosas así de una familia semi analfabeta. Ella reconoció algo de eso y me empujó muchísimo. Me dijo, “bueno, no tengo dinero para darte estudios, éntrale a estudiar la escuela normal básica”, por eso me convertí en maestro y trabajé en zonas rurales, lo cual me abrió otros horizontes.
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Joaquín es también un sobreviviente que escribe. Su infancia, marcada por la pobreza y la observación, transcurrió entre trenes, vecindades y calles donde el deseo era un secreto a voces. Como muchos de la zona donde estamos, creció viendo pasar los trenes que atraviesan San Nicolás como heridas abiertas.
Desde muy joven supo que no encajaba. No porque fuera rebelde, sino porque miraba distinto. Mientras otros niños jugaban a ser emprendedores, él jugaba a ser invisible. Su familia lo veía demasiado sensible, demasiado callado, demasiado observador. Joaquín lo escuchaba todo: Las conversaciones de las vecinas, los susurros en las misas, los chismes del mercado…
En la calle aprendió los matices del lenguaje: cómo una palabra podía significar deseo, desprecio, consuelo. Ahí escuchó por primera vez términos que no salían en los libros pero que lo nombraban a él.
Joaquín veía demasiado y no quería callar. Siempre hay una ciudad debajo de la ciudad, y esa ciudad merece ser contada con dignidad.
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Estoy repensando mi vida. Sí, estoy en esa fase, por lo tanto tengo cierta perspectiva muy distinta a cuando era joven y andaba del tingo al tango. Ya estoy más tranquilo, más recogido, como dicen en mi propia casa, pero con una posibilidad también de analizar los fenómenos sociales y revisar la historia de la ciudad en general y en lo particular: cómo ha ido cambiando su moralidad, sus costumbres, y sobre todo el ver que los sueños y los valores que sostenían aquella metrópoli donde yo fui creciendo, se vinieron abajo de repente.
Si antes no me reconocía mucho, ahora me reconozco mucho menos en esta ciudad.
(CONTINUARÁ…)