
Cuando era niño, Mauricio Fernández Garza perseguía animales menos fantásticos que dinosaurios. Se escapaba de madrugada por la ventana de su habitación para cazar liebres en un monte sobre el que años después sería construida una ciudad con índices de calidad de vida similares a los de Noruega. Sus compañeros de aventura no eran parte de su familia ni chicos millonarios como él. Eran peones y obreros, todos mayores, que trabajaban para su abuelo Roberto Garza Sada, un empresario que cerraba algunos de sus negocios en el campo de golf profesional que tenía en el jardín de su mansión.
La adolescencia sirvió para que Mauricio ampliara su horizonte de cazador: viajó por decenas de pueblos del noreste de México buscando presas que le exigían más destreza y riesgos. Durante aquellos viajes, que emprendía con lugareños a quienes contrataba como guías de caza, escuchaba relatos sobre los abusos del PRI, el único partido que mandaba en el México de entonces. El adolescente les aconsejaba matar a los caciques que los explotaban. En una ocasión, uno de los guías le dijo que habían seguido su consejo: iban a matar a un cacique local. El chico se emocionó con la noticia y recuerda haberse visto a sí mismo como un guerrillero. Se imaginó protagonizando actos de justicia por su propia mano contra todos los tiranos del noreste de su país. Tiempo después, su padre trató de canalizar su ímpetu. Lo registró como militante del naciente Partido Acción Nacional y lo llevó de cacería al Parque Nacional Tsavo, de Kenia, uno de los tres más grandes del mundo. En África, un joven Fernández Garza mató decenas de venados, cebras, tigres y un elefante.
Cuando regresó de África, el cazador veinteañero se casó y decidió edificar su casa en una montaña desde la que se domina toda la ciudad de San Pedro. En lugar de empezar la construcción por el piso y los cimientos, buscó primero un techo para su casa. Tras enterarse que en una bodega de Nueva York estaban las vigas de unos techos de arte mudéjar del siglo XIII y XIV, llegó a un acuerdo con los propietarios, herederos del magnate William Hearst. Los techos estaban destinados a lo que sería el salón principal del castillo que construía en San Simeón, California, el hombre inmortalizado como Ciudadano Kane, por Orson Welles.
Hoy están en La Milarca, un nombre con que el ex alcalde bautizó su propio palacio de casi dos mil metros cuadrados en el que tiene nueve recámaras, diez bodegas, dos galerías de arte, una biblioteca de libros antiguos y un archivo con sus fotos y documentos personales. En esa época su libro de cabecera era Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie. El joven Fernández Garza estaba tan obsesionado con el libro que le había regalado su abuelo, que antes de cumplir treinta años dictaba cursos del método Carnegie a otros empresarios de la ciudad, como Alejandro Junco de la Vega, dueño del diario Reforma.
Como nieto consentido del patriarca de los negocios en Monterrey, Fernández Garza estuvo entre los candidatos a presidir el consorcio que formaron su familia y otras más de San Pedro para aumentar su poderío económico. El Grupo Alfa incluye negocios internacionales de salchichas, petroquímica y autopartes de aluminio. En lugar de ello, Fernández Garza decidió establecer negocios de puros, cerveza y telefonía con el gobierno comunista de Cuba. Varias veces se reunió con Fidel Castro, a quien hasta hoy considera su amigo. A su mansión, La Milarca, la fue colmando de objetos extravagantes como una espada de Hernán Cortés, cabezas humanas reducidas por jíbaros, el cráneo de un dinosaurio tricerátops, esculturas de Rufino Tamayo y Francisco Toledo, y una vieja metralleta usada por Al Capone. Su obsesión de coleccionista lo llevó a fundar cinco museos de numismática, arte popular, cerámica, pintura contemporánea y artes decorativas. Ahora quiere crear el sexto: El Museo de Historia Natural, donde exhibirá sus fósiles de dinosaurios.
En el Lear Jet en el que vamos, el ex alcalde viaja con, además de su pareja Aleyda, su hijo mayor, Stefan, un prestigiado psiquiatra que lo mira a los ojos con suma atención cuando habla. Su vuelo anterior fue a Ciudad de México para reunirse con funcionarios del nuevo gobierno del presidente Enrique Peña Nieto, a quienes les explicó su idea del Museo de Historia Natural. “Quiero que sea un museo de nivel internacional —me advierte—. No cualquier chingadera”. Aunque se trata de un presidente que proviene de otro partido, al ex alcalde le prometieron respaldar su proyecto. El dinosaurio Einstein sería la gran estrella del museo y Fernández Garza sabe que no basta el dinero: necesita tantos políticos como millonarios aliados para hacerlo. Se mueve en ambos terrenos al mismo tiempo.
Debutó en la política a principios de los años noventa, mientras hacía negocios en Cuba: fue por primera vez alcalde de San Pedro cuando la ciudad crecía y no enfrentaba ninguna guerra contra narcotraficantes. Luego fue senador y lanzó propuestas como la de legalizar la mariguana. Es probable que por eso haya perdido la posibilidad de gobernar en 2003 el estado de Nuevo León. Cuando por segunda vez tomó posesión como alcalde de San Pedro —delante del gobernador de este estado, del presidente del Tribunal Superior de Justicia y los mandos militares de la zona— Fernández Garza anunció que se tomaría atribuciones que no tenía para evitar que llegara a su ciudad la guerra del narco. Recibió una ovación de pie.
El coleccionista de dinosaurios creó un grupo de inteligencia financiado con dinero de los dueños de bares y restaurantes a quienes interesaba cuidar sus negocios de las extorsiones de la mafia. No hay mafia sin vida nocturna y él puso a trabajar a un ejército de informantes que espiaban quién es quién y le alertaban de sospechosos en toda la ciudad. Un día Fernández Garza anunció que la seguridad conseguida en su municipio podía beneficiar también a los familiares de los narcotraficantes. Hubo indignados que protestaron. Entre ellos algunos de los mismos vecinos que se opondrían a la obra peatonal que demolería el siguiente alcalde de San Pedro.
Hacia el final de su administración, durante el rodaje de El Alcalde —un documental sobre su personalidad y su gobierno—, Fernández Garza dijo que el número de muertos en México a causa de la guerra del narco era mucho mayor que el que indicaban los conteos oficiales: sabía de operaciones gubernamentales y del crimen organizado que acababan con el entierro de cadáveres en predios abandonados sin dar reporte de ellos. Lo que sí supieron todos fue que durante su mandato tres mafiosos que quisieron matarlo acabaron muertos. También su jefe de inteligencia y su jefe de escoltas. El ex alcalde hablaba en público sobre la posibilidad de ser asesinado. Decía que su hijo mayor, el psiquiatra que esta mañana de 2013 viaja con él en el Lear Jet, le había pedido que si moría le permitiera quedarse con su cabeza para estudiarla. O para exhibirla en su consultorio como la del tiranosaurio en la sala de su casa.
(CONTINUARÁ…)