Llueve en la Ciudad de México con esa violencia que no admite metáforas. Las gotas revientan contra el asfalto, techos de lámina de puestos ambulantes, parabrisas atascados en Eje Central e Izazaga. Hay chubascos que, más que un fenómeno meteorológico, se vuelven reuniones con el pasado. La cita de hoy me lleva, sin avisar, más de veinte años atrás, cuando llegué a vivir un par de años al Hotel Virreyes para reportear en la redacción chilanga de Milenio.
Recuerdo la madrugada de un fin de semana en que partí hacia la Sierra Norte de Puebla. La lluvia de entonces caía igual de intensa, pero sobre un camión destartalado que avanzaba lento desde Zacapoaxtla hacia Huehuetla. Adentro, un puñado de campesinos totonacas viajaba en silencio, protegidos apenas por costales de café. Afuera, la sierra, territorio ancestral del Totonacapan, se borraba tras la niebla.
Iba siguiendo la pista del asesinato de Griselda Tirado Evangelio, defensora de los derechos indígenas, fundadora de la Organización Independiente Totonaca, cuyo crimen había sido leído como uno de los mil puntos de acuerdo perdidos de la Cámara de Diputados, la fuente que en ese entonces cubría de lunes a viernes.
A Griselda la habían matado a escopetazos a la puerta de su casa, a las cuatro y media de la mañana, una madrugada brumosa de agosto. Fue un asesinato político, denunciaron sus compañeros. En Huehuetla, el aire estaba cargado de duelo y sospecha.
Durante mi viaje, atravesé nombres de pueblos que me parecían versos, Ahuacatlán, Camocuautla, Olintla… La sierra guardaba no solo un paisaje poético sino una larga historia de caciquismos, despojos y resistencias. El PRI de los “mestizos” y “doble lengua” para los totonacas, sus alianzas con el PRD en los noventa, los gobiernos indígenas que incomodaban a los señores del poder.
…Y también la pobreza estaba medida en minifundios de un cuarto de hectárea, en jornales eternos, con niños de seis años trabajando.
Desconcertado por esta tormenta chilanga, pienso en cómo la lluvia es la misma aunque el escenario cambie. Hace veinte años empapaba caminos de terracería, borraba huellas y facilitaba huidas criminales. Hoy inunda avenidas, colapsa el metro, convierte el centro en un archipiélago de charcos oscuros, pero en ambos casos es para mí un telón que cubre la misma trama: una memoria de los que ya no están.
En la habitación 401 del Virreyes, con el eco de la lluvia golpeando los ventanales, escribía mi crónica como quien vacía un cuaderno con notas de testigos que no se atreven a hablar en voz alta. La madre, la hermana y la hija de Griselda huyendo del pueblo, el cura de Huehuetla diciendo que ahí “sí se margina al indígena”, y el amigo activista de Griselda pidiendo que se investigara “hasta a nosotros mismos”, ante la posible existencia de algún Judas.
Las lluvias me regresan ese viaje entero: el camión lento, las mujeres petrificadas en los asientos delanteros, la pareja que me contó su teoría sobre el asesinato, los pueblos que parecían dormir bajo la neblina. Y me devuelven, también, la certeza amarga de que algo que quedó pendiente entonces sigue pendiente ahora.
Llueve como si fuera la misma madrugada. Otra vez, me descubro buscando entre la cortina de agua esos rostros que no encontré, deletreando para mí, como si fuera un conjuro contra el olvido, el nombre de Griselda.