Cuando me acerco a personas con recursos económicos para compartirles el trabajo que hacemos en zonas marginadas, recibo frecuentemente el mismo consejo: “Lo que necesitan es formar en valores a estas personas”. Detrás de esta frase, que se repite con convicción, hay una creencia implícita: que gran parte de los problemas que viven los marginados tienen que ver con la “falta” de valores. Además de partir de un principio erróneo (porque no existe “falta” de valores, sino diferencia de valores) esconde un diagnóstico muy parcial que asume que la raíz de la desigualdad y los problemas sociales está en las carencias morales de quienes viven en pobreza, y no en la forma en que está estructurada la sociedad o en las prácticas de quienes tienen más poder e influencia.
Es verdad, que cualquier proyecto educativo tienen que tratar de formar en los valores que considera deseables, y que, si las personas en situación de marginación cultivan la solidaridad, la empatía, la honestidad, tendrán mejor vida, lo que además podrá influir en las condiciones generales de la comunidad que habitan. Pero ¿por qué esta exigencia se dirige casi exclusivamente hacia los más pobres? ¿Por qué no cuestionamos con la misma intensidad los valores de quienes más tienen, de quienes concentran la mayor parte de los recursos y las oportunidades?
Una persona que apenas logra cubrir sus necesidades básicas puede mostrar una enorme solidaridad con sus vecinos, pero su margen de acción es limitado. He conocido en las colonias populares a personas con una capacidad de dar y de ser solidarias increíbles. Y he visto muy frecuentemente problemas de abuso, de deshonestidad y de violencia. Igual que en otras clases sociales, quizás de forma menos maquillada. Hay que lograr que sea más frecuente la generosidad que el “agandalle”. El cambio será importante, pero limitado. Sin embargo, un empresario o un alto funcionario que viva de espaldas a las necesidades de la mayoría tiene en sus manos recursos que podrían cambiar vidas enteras. Si estos actores estuvieran guiados por un sentido profundo de equidad y compromiso con el bien común, tal vez no aceptarían que existieran salarios insuficientes, que se destruyan ecosistemas completos en nombre de la ganancia inmediata.
Por eso, quizá la pregunta fundamental ahora no es (solamente) cómo inculcar valores en quienes menos tienen, sino cómo transformar los valores de quienes más tenemos. Porque mientras la justicia y la empatía no formen parte de la brújula moral de los sectores privilegiados, será difícil construir una sociedad equitativa. Al final, la verdadera transformación social que necesita México no vendrá solo de enseñar a los pobres a “ser mejores”, sino de que quienes más tienen aprendan a compartir, a renunciar a privilegios y a poner su riqueza al servicio del bien común.