Hablar de la llamada Paz Total como un fracaso es, en realidad, una simplificación que no hace justicia a la complejidad del proceso. La Paz Total es la estrategia del Gobierno de Gustavo Petro para combinar diálogos, sometimiento a la justicia y operaciones militares con distintos grupos armados ilegales al mismo tiempo, reconociendo que la violencia en Colombia es múltiple, fragmentada y territorializada.
En Colombia nunca un acuerdo de paz ha significado un silencio inmediato de los fusiles: después de la firma con las FARC en 2016 persistieron las disidencias, los asesinatos de líderes sociales y la violencia en los territorios. La Paz Total no es una solución mágica ni instantánea, sino un marco integral que busca abrir canales donde antes solo existía confrontación, y que mantiene viva la idea de que la paz debe seguir siendo una política de Estado. No se puede pretender una solución instantánea a más de setenta años de conflicto armado. Esto no significa que carezca de errores o que no tenga mucho por mejorar: sus limitaciones en coordinación, implementación y credibilidad son evidentes, pero, aún así, representa un esfuerzo necesario para enfrentar una violencia que se ha vuelto más fragmentada y compleja.
Es en ese marco donde deben leerse los recientes y lamentables atentados en Cali y el derribo del helicóptero en Antioquia, así como el secuestro de 34 militares en el Guaviare. No se trató de hechos improvisados, sino de una estrategia de las disidencias para trasladar la guerra desde zonas rurales como el Cañón del Micay hasta los centros urbanos. Golpear en Cali, cerca de la Base Aérea Marco Fidel Suárez, no solo busca infundir miedo, sino enviar un mensaje de poder y demostrar la capacidad de penetrar el corazón urbano de un corredor estratégico que conecta el Pacífico con Buenaventura, es decir, la salida de la cocaína al mundo. Estos ataques son, además, una respuesta típica: compensar las pérdidas con una acción espectacular en la ciudad, obligando al Estado a dispersar sus fuerzas y mostrar vulnerabilidad.
Sin duda alguna, los atentados han tocado fibras sensibles en la memoria colectiva colombiana. Cada bomba o ataque reabre heridas que nunca han cicatrizado y activa la pregunta de si en Colombia estamos regresando a la violencia de los años ochenta. La comparación, sin embargo, exige matices. En esos años, con un Estado débil y gobiernos arrodillados a los narcos, el país enfrentaba enemigos claramente identificados: los carteles de Medellín y Cali con sus ofensivas violentas, unas FARC y un ELN centralizados y unos paramilitares en consolidación. Era una violencia de grandes ejércitos ilegales, con liderazgos visibles y una narrativa política o criminal definida.
Hoy, en cambio, la violencia es difusa, híbrida y tecnificada. No hay un rostro único como el de Pablo Escobar, sino mandos medios que se reemplazan constantemente; no hay un cartel hegemónico, sino múltiples grupos fragmentados disputándose territorios y corredores; y no se combate solo con fusiles, sino con drones, explosivos improvisados y control financiero de rutas estratégicas. A esto se suma un elemento inédito: por primera vez, Colombia tiene un presidente de izquierda que cree que la mejor vía para lograr la paz es el diálogo y no las balas. Esa convicción contrasta con el recuerdo de décadas en las que la respuesta al conflicto fue casi exclusivamente militar, con el permiso, control y beneplácito de Estados Unidos.
En este contexto, a puertas de la próxima elección presidencial, la seguridad se ha convertido, una vez más, en el eje central de la disputa política y electoral. La oposición responsabiliza al presidente Gustavo Petro de la “inseguridad desbordada” y exige mano dura, mientras el Gobierno argumenta que los atentados son la reacción desesperada de grupos golpeados por las operaciones militares. En esa tensión, la militarización no debe entenderse como la única estrategia del actual gobierno. Petro la ha utilizado cuando las circunstancias lo han exigido, pero su administración ha trabajado de manera decidida en atacar las causas de la violencia: pobreza, desigualdad y abandono estatal. Los resultados empiezan a notarse: casi dos millones de personas han salido de la pobreza durante su mandato, mostrando que la apuesta no se limita a tropas en las calles, sino también a transformar las condiciones que alimentan el conflicto.
Frente a la indignación social y las críticas políticas, Petro anunció que pedirá declarar como organizaciones terroristas a las disidencias del Estado Mayor Central, a la Segunda Marquetalia y al Clan del Golfo. Esta decisión no obedeció únicamente a la presión de la opinión pública, sino especialmente a la constatación de que estos grupos han irrespetado los acuerdos y los procesos de diálogo. La declaración le permite proyectar firmeza y responder a quienes acusan a la Paz Total de ingenuidad. No obstante, conlleva riesgos: reducir casi a cero los pocos canales de negociación con esos grupos y provocar reacciones violentas que escalen el conflicto.
Colombia no está reviviendo exactamente la violencia de los ochenta, pero sí enfrenta una encrucijada peligrosa: una guerra más difusa, descentralizada y difícil de combatir. Conociendo a la derecha colombiana, ambiciosa y violenta, ansiosa de recuperar el poder y sin escrúpulos, es previsible que continúen los atentados y que se intente capitalizar políticamente la inseguridad para debilitar al gobierno.
Sin embargo, una salida dialogada, con todos sus tropiezos, sigue siendo la única ruta viable para transformar la guerra en acuerdos. Los atentados de Cali y Antioquia son un recordatorio brutal de que la paz no se decreta, se construye día a día, entre contradicciones, resistencias y apuestas políticas. La pregunta de fondo es si Colombia tendrá la fuerza institucional y social para sostener ese horizonte en medio del ruido de las bombas y la creciente presión electoral. En este escenario, el llamado que hace Petro a combatir el narcotráfico en unidad regional es más urgente que nunca, pues la guerra que se libra en Colombia no es solo nacional: atraviesa fronteras, economías y democracias enteras de América Latina.