El fin del mundo es un negocio. Lucrar con el caos es una especie de privilegio reservado para un puñado de figuras históricas; los más intrépidos y los más desquiciados.
Hay ocasiones que el inminente arribo del Armagedón es (casi) cosa de risa. Como la famosa "Y2K crisis", también conocida como el "Millenium Bug", aquella especie de histeria colectiva según la cual todas las computadoras del planeta dejarían de funcionar en el instante mismo que cruzamos del siglo 20 al siglo 21. Hay otras que el acontecimiento es parte de un maremágnum de violencia y de sufrimiento.
Por tradición son las religiones y sus respectivas iglesias quienes poseen el copyright de las más espectaculares narrativas sobre el final de los días. Aunque hay que reconocer que Hollywood, con todos sus enormes recursos de producción y sus efectos especiales, lo hacen bastante bien.
Pocas historias han aterrado a más personas desde aquella primera semana de agosto de 1945 que la posibilidad de una nueva guerra mundial; la tercera: esa última conflagración que involucrará una lluvia generalizada de bombas nucleares.
Pues, aunque usted no lo crea, en estos tiempos interesantes que nos tocaron, hay quienes, reiteradamente, se han atrevido a poner esa opción sobre la mesa de la ruleta del poder. Por mencionar dos, Vladimir Putin y Donald Trump.
Sabemos ya --o deberíamos-- que el miedo y el odio se encuentran entre los principales motores de la historia; incluso por encima de la ambición y la codicia. Bien podríamos identificar ahí a dos de los verdaderos jinetes del apocalipsis.
Aunque debemos reconocer que dichos impulsos siempre han estado y estarán presentes, tanto en las sociedades como en las personas. De lo que hoy somos testigos es su descarada y eficiente transformación en armas destinadas en la obtención de ganancias políticas y económicas.
Los llamados del fin del mundo son tema recurrente. Recuerdo de mi adolescencia las imágenes de la "Revolución Islámica" que en febrero de 1979 llevó al Ayatollah Khomeini a la cúspide del poder en Irán. Recuerdo también aquella guerra estúpida (¿hay de otro tipo?) entre un Irak, patrocinado por Estados Unidos y un Irán, patrocinado por la URSS. Y luego, cuando Sadam Hussein atacó a Kuwait y la primera Guerra del Golfo y fue confrontado por tropas de varios países, siendo las del presidente George Bush las primeras. Y después, la Segunda Guerra del Golfo, con el otro presidente Bush utilizando las mismas mentiras de hoy --la presunción de armas de destrucción masiva al alcance del enemigo--, como excusa bélica.
En esos años miraba y leía sobre el caos, el sufrimiento de millones y millones de seres humanos y lo que para mí era irracionalidad pura de los gobiernos involucrados (incluso maldad). Hoy, con el paso del tiempo, alcanzo a percibir una especie de racionalidad perversa detrás del espectáculo de la guerra que ofrecen las noticias en todos sus formatos.
Sobre todo, el inmenso negocio que estos nuevos escenarios bélicos representan para la industria energética mundial. El aumento de los precios del petróleo y la posible consolidación del dólar como la divisa más potente a nivel global son algunos de los primeros síntomas de esta nueva edición del Apocalipsis Inc.
Eso, por no hablar de la lógica interna de las industrias de las armas, la violencia y la destrucción.
El terror provocado por aquella vaga memoria de los dos ataques con bombas atómicas contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki --después de que la Alemania Nazi ya había colapsado, por cierto-- ha sido la amenaza que más ha pesado sobre nuestra conciencia colectiva de mi generación. Así lo creo. Incluso por encima de otros peligros al nivel de extinción que hemos dejado crecer, como la devastación ambiental, las pandemias, etcétera.
El solo hecho de que, Rusia en la guerra con Ucrania y Estados Unidos con sus bombardeos contra plantas nucleares en Irán, sean quienes más han jugado con las barajas atómicas debería bastar para helarnos la sangre. Que los líderes supremos de las dos grandes potencias nucleares se atrevan a tanto, debería ayudarnos a entender mejor lo que sucede.