Cuba ha desempeñado siempre un papel de excepción en la historia de México. Desde el siglo XVI, cuando los españoles convirtieron a la isla en la base de sus operaciones en el Nuevo Mundo. En 1519, Hernán Cortés salió de la villa de Trinidad, en Cuba, hacia lo que sería la conquista de México-Tenochtitlan. Durante la Colonia, el puerto de La Habana fue la antesala de rigor para las personas y los bienes que llegaban de Europa a la ciudad de México. Más tarde, a lo largo del siglo XIX, Cuba dio cobijo a los mexicanos que luchaban por la libertad de su país, como Benito Juárez, y México, a su vez, ofreció asilo a los cubanos que peleaban por la independencia de su patria, como José Martí. Las relaciones diplomáticas entre los dos países, inauguradas en 1902, fueron elevadas a rango de embajadas en 1927. En ese lapso, Cuba acogió a los mexicanos que salieron al exilio durante los disturbios de la Revolución de 1910. A fines de los treinta, el gobierno de La Habana auxilió a México con un barco de víveres cuando Estados Unidos le quiso imponer un embargo con motivo de la expropiación petrolera decretada por Lázaro Cárdenas. En los cincuenta, en fin, el gobierno del presidente Ruiz Cortines dio asilo a la mayoría de los cubanos que dejaron su país tras el golpe de Estado del general Batista. Las relaciones entre los dos pueblos eran entonces, como siempre, muy estrechas.
A raíz del triunfo de la revolución de Fidel Castro, ambos países mantuvieron una relación que fue doblemente excepcional: México no rompió con Cuba y Cuba no intervino en México. La excepcionalidad de su relación tuvo para los dos un impacto importante: los mexicanos no conocieron jamás el trauma de la guerra de guerrillas y los cubanos no quedaron nunca totalmente aislados en Latinoamérica. Tuvo también un efecto significativo en sus relaciones con Estados Unidos. Ambos países eran gobernados por sistemas no democráticos –uno de partido hegemónico, otro de partido único– que basaban su legitimidad, no en el voto, sino en un mito fundador: su pasado revolucionario, la lucha armada que culminó, respectivamente, en 1917 y 1959. Y ambos países compartían una misma geografía política: eran vecinos de Estados Unidos, que siempre estuvo presente en su relación. A fines de los noventa, sin embargo, y de forma explícita a partir de 2001, los pilares de la política exterior de México –no intervención y autodeterminación de los pueblos– empezaron a ser sustituidos por otros principios –la lucha por la democracia y la defensa de los derechos humanos– que socavaron las bases de los vínculos históricos que el país tenía con Cuba. Así, con la transición y la alternancia llegó a su fin la relación que durante nueve lustros mantuvieron los gobiernos de México con Cuba.
La relación volvió a cambiar a partir de 2008. México no tenía ya una política de solidaridad activa con la Revolución pero tampoco quería alinearse pasivamente, como antes, a la política de Estados Unidos hacia Cuba. Estos son aún los polos entre los que se debate la nueva política exterior, que no encuentra todavía el modelo que le permita fundar una agenda bilateral acorde con sus intereses y que sea a la vez aceptada sin ambigüedades por el gobierno de Cuba.
Carlos Tello Díaz
Investigador de la UNAM (Cialc)