¿Cuánto tiempo necesitamos para construir un castillo de arena en la playa, un castillo grande y bonito? Quizá toda una tarde. ¿Y cuánto tiempo se necesita, en cambio, para destruirlo? Apenas unos segundos, no más. Construir es más difícil que destruir. Muchísimo más difícil. Destruir es fácil.
El presidente López Obrador prometió una transformación en México. Dijo sin rubor que sería la cuarta transformación, tan trascendente como las primeras tres: la Independencia, la Reforma y la Revolución. Ahora, al comienzo del final de su gobierno, esa transformación es visible sobre todo por la destrucción que ha emprendido en el país. La destrucción ha sido material, pero sobre todo institucional. El Presidente ha destruido instituciones que servían a los más pobres, como las guarderías que asistían a las madres que trabajan, o el seguro popular que protegía a los excluidos, o las escuelas de tiempo completo donde podían aprender y comer los niños sin recursos. También ha emprendido la destrucción de instituciones que enaltecían a México, como el FCE, el CIDE, la CNDH, la Conabio… Ahora quiere destruir al Instituto Nacional Electoral, que está opuesto a su proyecto de restauración del régimen de partido hegemónico que simbolizaba el PRI.
El Presidente quiere desaparecer 300 juntas distritales y mutilar 32 juntas locales, y quiere eliminar la Secretaría Ejecutiva, el órgano encargado de coordinar toda la estructura del INE. Quiere despedir a cerca de dos mil funcionarios que tienen en promedio 15 años de experiencia en la organización de elecciones. Quiere desaparecer el fideicomiso creado para mejorar la infraestructura de los módulos. Quiere reducir los tiempos de las etapas de capacitación de los funcionarios de casillas, así como el universo para su designación, con lo que aumenta el riesgo de que las casillas no sean integradas aleatoriamente ni los funcionarios capacitados imparcialmente. Quiere dar facultades al Órgano Interno de Control del INE, sobre el que tiene influencia, para intervenir en las decisiones electorales en México. Quiere permitir el regreso del gobierno como protagonista de las elecciones, como en los tiempos del PRI.
Pero el Presidente no es el único responsable de esta regresión. La responsabilidad es más amplia. México ha querido construir una democracia —sin demócratas. En 2000 culminó su larga y accidentada transición a la democracia, con la alternancia en el poder. Pero sufrió pronto una reacción. En 2005, el presidente de la República, electo gracias a la transición, intentó sacar de la contienda, a la mala, a quien era visto entonces como el más probable ganador de las elecciones en México. En 2006, el candidato de la izquierda, el mismo que sufrió la ofensiva política y jurídica del presidente, al perder la elección por un margen estrecho, optó por no reconocer su derrota, adujo fraude, fue creído y seguido por la tercera parte de la población, la que votó por él. En 2007, el nuevo presidente promovió una reforma electoral que, al violar el principio de inamovilidad de los consejeros, puso en entredicho la independencia del IFE. No podemos tener democracia sin demócratas. No podemos aspirar a consolidar un sistema democrático sin tener una cultura democrática.
Carlos Tello Díaz*