Algo pasó en la Cámara de Senadores que, contra todos los pronósticos, faltaron dos votos para lograr la mayoría calificada que aprobara
-en lo particular- el dictamen de la reforma educativa. Si fue un descuido de los senadores ausentes seguramente veremos consecuencias en Morena. Al margen de ese gazapo de disciplina parlamentaria, vale la pena destacar dos elementos de los cuales se ha hablado poco.
El primero tiene que ver con el concepto de “gratuidad” en educación superior. Ya en columnas anteriores comentamos que la redacción original de la Iniciativa, teniendo las mejores intenciones, era riesgosa porque dejaría un hueco importante en las finanzas universitarias y tendría consecuencias regresivas, dado que la disminución de recursos por matrículas y aportaciones voluntarias difícilmente sería compensada por un aumento del financiamiento fiscal. Pues bien, la redacción aprobada por los diputados mantiene la esencia del texto vigente al garantizar que las universidades autónomas mantengan la capacidad de gobernarse a sí mismas, y diversifiquen sus fuentes de financiamiento.
El segundo aspecto relevante es el de la “obligatoriedad”. Aquí los legisladores hicieron malabares narrativos para, por un lado, establecer
que dicha obligatoriedad recae en el Estado mexicano, no en los individuos y, por el otro, promover el acceso a la educación superior “para las personas que cumplan con los requisitos dispuestos por las instituciones públicas”. Es decir, obliga a las autoridades federal y locales a “proporcionar medios de acceso…”, pero sujetos a los criterios de calidad y pertinencia establecidos por las universidades.
Me parece bien resuelto el tema, tomando en cuenta que la política es el arte de
lo posible. Recordemos que en ningún país del mundo la educación superior es obligatoria, ni totalmente gratuita.
Lo que sigue es la generación de políticas para que el texto constitucional se haga realidad (si el Senado lo aprueba).