“Oh dear, dear!” , murmuró Carlos III. ¿Cómo, de qué hablar con alguien que representa lo opuesto a sus intereses ecologistas de toda la vida?
Cuando el furor que convocó a 110 mil energúmenos reunidos en Londres para supuestamente defender la libre expresión pasó, la semana transcurrió afinando detalles para una recepción espectacular. Adivinen quién venía a cenar.
“Oh dear, dear!”, se repitió ante el espejo mientras lo vestían con el traje de gala.
La visita del factor naranja a la corte de Saint James pretende confirmar la viabilidad internacional de su asalto a las instituciones democráticas. Hospedado en Windsor el fantasma de Jeffrey Epstein lo persigue en forma de una imagen enorme proyectada sobre el castillo la primera noche de su estancia.
Trump no aparece en público transportándose por helicóptero por razones de seguridad, pero también para evitarle la vista de quienes lo repudian. Entre ellos están los norteamericanos que se añaden a la inmigración porque rechazan vivir en una autocracia atropelladora de los derechos humanos donde se cancelan sistemáticamente los espacios críticos.
“La verdad me avergüenza que eso nos represente”, dice una chica.
“Y es descorazonador que lo reciban así en otros países”, añade su compañera.
Hay un grupo de manifestantes que llevan puestas grandes cabezas que representan a Netanyahu, Putin, Trump, Orbán, Farage y otros cuya edad sugiere una era de gerontocracia autoritaria.
En el Reino Unido (RU) el anaranjado no es popular, por lo cual la asociación de los grupúsculos de extrema derecha con él resulta chocante para el ciudadano razonable.
“Carlos es un gran amigo y la reina”, declara el factor naranja, henchido de orgullo y con dicha apoplética. La realeza británica lo chifla, aunque el frenesí no es recíproco. A la reina Isabel II le pareció un majadero.
Pareciera que ha dicho algo gracioso porque todos ríen forzadamente. La frase, sintácticamente incorrecta, implica que Carlos III es una reina. Lo que el factor naranja quería decir quizá es que Isabel II también era amiga suya o que la actual lo es. Misterio.
El banquete consta de tres platos pensados para estómagos decrépitos: panna cotta de cresson et œufs de caille sur sablé de parmesan , seguido de una ballotine de poulet fermier en robe de courgettes y para terminar bombe glacée cardinal y champagne y vinos para los cuales hay cinco copas por comensal en una mesa que sienta a 160 comensales. Cristal, porcelana, plata y oro palidecen ante el pulido nacarado al alto brillo del huésped, adobado para desfile. Su aspecto promueve un estilo cosmético notable en la unificación de las señoras que aspiran a reproducirlo, al parecer hechas en serie: largas cabelleras, máscaras resanadas con espátula y labios esponjosos que les dan el aspecto de peces que boquearan fuera del agua.
Desde la perspectiva británica se trata de halagarlo hasta la abyección a cambio de mantener la relación “especial” entre la madre patria y su ex colonia. Esto significa en términos prácticos asegurar inversiones por 150 billones en contratos para desarrollar la inteligencia artificial y un trato preferencial en cuanto a los aranceles usados por el factor naranja como instrumentos de presión. Las inversiones norteamericanas dependen de inversiones recíprocas en armamento y para reactivar una economía que da signos de agotamiento.
Pero también hay temas pendientes que Carlos III abordó durante su discurso de bienvenida y se refieren a la guerra en Ucrania y la respuesta que exige de parte de los aliados agrupados en la OTAN. El mensaje es claro: Europa necesita la cooperación norteamericana y para ello es importante convencer a Trump de que el abandono de Estados Unidos de la OTAN también lo perjudica relegándolo a un segundo plano internacional. En un momento en el que se forman nuevas alianzas geopolíticas el repliegue norteamericano significa el comienzo de su declive.
El genocidio en Gaza es otro tema espinoso porque el factor naranja ya vislumbra su torre y su club de golf en la nueva Riviera que se reparte con el gobierno fundamentalista encabezado por Netanyahu, cuya supervivencia depende de mantener una guerra de conquista y limpieza étnica. Hay mucho en juego en el tablero internacional agravado por la incursión de drones rusos en Polonia y Rumania, más recientemente sobre Estonia, que demuestran la impotencia del factor naranja para negociar con su admirado autócrata ruso. Putin no sólo ha ignorado los intereses norteamericanos en cuanto a la paz sino que ha incrementado la intensidad de su agresión contra Ucrania.
La visita del presidente norteamericano al RU no sólo es relevante para la defensa de Europa y para discutir el creciente desequilibrio internacional que marca un cambio de era, sino también para el futuro de Keir Starmer, el primer ministro, que también depende de dulcificar al ogro para lograr concesiones. Esta visita es un triunfo para el gobierno laborista si logra corregir la racha de escándalo que ha cobrado los puestos de la ministra Angela Rayner y de Peter Mandelson, embajador británico en Washington envuelto en la estela de infamia de Jeffrey Epstein. El descontento ante la impopularidad del gobierno ahora se concentra en Morgan McSweeney, jefe de gabinete, a quien se considera mal estratega. Los descalabros sufridos por el intento de recortar el presupuesto social y por la equivocada actitud frente a la inmigración en un intento fracasado para competir con la derecha, han vulnerado al primer ministro y fortalecido a Andy Burnham, el alcalde de Manchester, que podría retar a Starmer por el liderazgo del partido.
No sólo esto: según las encuestas la extrema derecha gana en popularidad. Nigel Farage, de Reform UK, uno de los artífices de Brexit, aspira a ser el próximo primer ministro. Para ello busca la aquiescencia de Trump que ve en Reform UK un aliado para reproducir en el RU el modelo MAGA.
Starmer ha sido cauto ante la estridencia reaccionaria, lo cual le ha dejado el campo libre. Es hora de desenmascarar a Farage quien no habla en nombre del pueblo que no desea abandonar la Corte Europea de Derechos Humanos, que condena Brexit como una catástrofe, que tampoco cree que los inmigrantes amenacen la cultura británica, que no admira a Putin ni cree que Liz Truss, la primera ministra que fue más efímera que una lechuga en el estante del supermercado, haya sido otra cosa que una desquiciada. Para combatir la retórica del rencor y el miedo hace falta una respuesta más enérgica capaz de enfatizar que el RU se ha caracterizado históricamente por mantener los fundamentalismos a raya, que la temida inmigración es un caballo de Troya para manipular a un sector social reducido y que al contrario de lo que se dice, los inmigrantes contribuyen positivamente a la sociedad. Hace falta demostrar que el etnonacionalismo y Farage paradójicamente son copias fieles de un movimiento y de un líder cuya fuerza de gravitación transforma a la extrema derecha nacional en una influencia foránea, en una versión liliputiense del factor naranja.
Urge que Starmer se haga cargo de la narrativa y despeje las mezquinas ortodoxias en competencia por el dominio del miedo como instrumento al servicio del autoritarismo.