Jesús nació en un establo, en condiciones poco agradables para ser considerado “Rey”; creció entre la plebe, trabajando en las labores de la carpintería y sin lujos aparentes; fue perseguido desde antes de nacer y después de hacer pública su identidad, traicionado, enjuiciado, torturado y asesinado por el imperio romano. Todo esto a su gusto, para así pagar por los pecados de todos los mundanos ante Dios, todo por el bien de la humanidad, con la única condición de que le fuéramos fieles y siguiéramos al pie de la letra su palabra y su obra. Al pasar el tiempo, los cánones católicos le rindieron homenaje por medio de Semana Santa, donde la abstinencia de carne roja sería nuestra penitencia, procurando el ayuno y reflexionando nuestros actos, evitando así los momentos de ocio y esparcimiento, ya que por nuestra culpa él había perecido en la cruz. Pero ¿por qué el alimento como medio de sufragar nuestra culpa?
Para los romanos la gastronomía se basaba en alcanzar la felicidad por medio del goce de todos los sentidos, una cocina pagana de los dioses, un tanto bárbara, con excentricidades, entre las que denotaban los sesos de faisán, aves salvajes como loros, grullas y flamencos, los experimentos realizados por Apicio de alimentar a los cerdos con frutos secos, como el higo, para después embriagarlos con los mejores vinos y posteriormente sacrificarlos y prepararlos. Una cocina contrastante, de sabores ácidos, dulces, agridulces, picantes y qué mejor que acompañado del garum, una sala de origen griego elaborada de vísceras de pescado marinadas con sal.
Todo un mundo de lo sensorial aplastado y denostado por el credo de la culpa, el remordimiento, la muerte y los horrores del infierno que el cristianismo y la cultura católica trajo consigo al apoderarse del imperio romano, donde un placer es convertido en pecado, como lo relata Carlos Gonzáles en su novela La figura de la quimera, de 1915, donde Sofía, la esposa de don Miguel Bringas se ve tentada por el mismo Miguel, que le pregunta si quiere probar algo, pero Sofía se niega, temerosa de que alguien la vea en el indigno acto de comerse unos tamales. Con el paso de la historia el esposo los compra y le da a probar uno a Sofía, quien disfruta al momento de degustarlos, mientras que Miguel se excita al ver los labios llenos de grasa de su cónyuge.
Una culpa que sólo es designada para la sociedad, teniendo sus límites en los monasterios, las capillas, los templos, las iglesias, en ocasiones los claustros, donde un hombre regordete o robusto, como nos lo mostró el cuento de Robín Hood con el fraile Tuck, o una mujer del mismo tipo, abren sus puertas a todos aquellos que quieran expiar sus pecados.