Acabar con la violencia de género es una urgencia. Más allá de los discursos, de los compromisos y de las reflexiones académicas, erradicarla es un objetivo que debe estar en el centro de la toma de decisiones en todos los ámbitos de nuestra sociedad.
La lucha de las mujeres por la igualdad y por una vida libre de violencia es añeja y ha rendido algunos frutos: se han derribado barreras y se han ganado batallas. Pero los reclamos en las calles, en las redes, en la academia y desde los organismos de protección y defensa de los derechos humanos van más allá. El llamado es a reconsiderar las bases mismas sobre las que está construido nuestro orden social.
Los argumentos son claros y contundentes: vivimos en una sociedad que tolera la violencia de género, que la perpetúa, la reproduce y la invisibiliza.
Cuando hablamos de violencia de género, solemos pensar que es una realidad muy lejana; pensamos que es algo que solo les pasa a otras o que solo cometen otros. Esto no es así. La violencia de género tiene muchas caras y la podemos encontrar alrededor de nosotros, en nuestra vida cotidiana. La vemos en la actitud condescendiente y paternalista con que muchas mujeres —aun las que ejercen poder— son tratadas en público. La vemos en su constante objetivación, en las charlas casuales de oficina, en las bromas y en las miradas indeseadas.
Violencia de género es feminicidio, violación y mutilación, sí. Violencia de género es acoso y hostigamiento sexual. Pero violencia de género es también ridiculizar, descalificar o humillar en público. Violencia de género es controlar, aislar o encerrar; violencia de género es amenazar, acechar, silenciar.
Los perpetradores de esta violencia no necesariamente encarnan un determinado estereotipo de hombre violento. Son personas —hombres y mujeres— con quienes convivimos. No solo están en las calles: están en las escuelas, en los centros de trabajo, en los hogares. Seguramente todos conocemos a un violentador; seguramente muchos hemos violentado, quizá inadvertidamente.
La experiencia de la violencia de género es común a todas las mujeres. A ella, se enfrentan casi siempre desde la infancia. Desde niñas sufren una violencia normalizada socialmente. Una violencia con la que aprenden a vivir, a ignorar, a dar por sentada y, en última instancia, a internalizar.
Esto es inaceptable y no puede continuar. Es una cuestión de dignidad y de derechos. Es una cuestión de igualdad. Se trata de construir una sociedad sobre bases que permitan a las mujeres desplegar sus intereses, sus proyectos y contribuir con sus habilidades y cualidades al desarrollo de la misma, sin tener que enfrentarse, desde niñas, día tras día, a una misoginia que es el caldo de cultivo para crímenes monstruosos.
El escepticismo frente a este fenómeno: cuestionar su existencia, minimizarlo, ignorarlo o relativizarlo, también es una forma de violencia, quizá la más insidiosa.
La violencia de género está aquí y es momento de enfrentarla. Basta de seguir volteando la mirada. Los trapos sucios no se lavan en casa, la cuestión de la violencia de género no es una cuestión del ámbito privado, sino algo en lo que todas y todos debemos implicarnos.
En el Poder Judicial Federal la erradicación de la violencia de género es un eje prioritario de acción y estamos liderando cambios en ese sentido. Pero lo más relevante es el papel que nos toca a todos y todas como personas. En lo público y en lo privado debemos contribuir a romper el pacto patriarcal que mantiene a las mujeres en una posición de inferioridad en nuestra sociedad.
Frente a las violencias que atestiguamos, tenemos el deber de señalar, denunciar, condenar y rechazar. Frente a los micromachismos cotidianos, no reír, no compartir, no validar. No basta con ser neutrales porque en una sociedad desigual, la neutralidad oprime.
No basta con ocuparnos de nuestros propios problemas y seguir adelante con nuestras vidas. Tenemos el deber de remover nuestras conciencias desde lo más profundo, para que una vida digna, en libertad, igualdad y seguridad sea la regla y no un privilegio.
Arturo Zaldívar