En carta del 4 de octubre de 1904 a un amigo, Lytton Strachey refiere las dificultades que ha encontrado al presentar su disertación de grado y lamenta: “no, nunca fui brillante —más bien generalmente bobo”. Se encuentra entonces en Cambridge. Tiene 24 años a cuestas y, aunque poco disciplinado, se muestra como un estudiante sagaz, conocedor del griego y sensible a las literaturas francesas. Pertenece a una de las sociedades de alumnos más prestigiosas de la universidad —los Apostles—, donde departe, bajo el magisterio de G. E. Moore, con Leonard Woolf, George Maucalay Trevelyan y John Maynard Keynes.
El tutor de Strachey, no obstante, piensa distinto: rechaza su trabajo sobre un poeta del siglo XVII y, con ello, niega al joven Lytton una posible carrera universitaria. Aunque de naturaleza nerviosa, el futuro escritor parece no importunarse pues aún le resta un camino para ganarse la vida: el periodismo. Y es así que se consagra a la escritura, por una decisión ajena; así, casi por azar, encuentra su verdadera vocación. Antes de este incidente, Strachey barruntaba versos, desde luego, mayormente escondidos en su correspondencia y cuadernos personales. Pero hasta entonces no se atrevía —y esto es lo que más importa— a escribir por sistema. Su familia tiene medios, si bien no los suficientes para mantenerlo. Se ve obligado a escribir. Y escribe.
A Strachey debemos unos cuantos libros modestos y esenciales que bien caben en el catálogo de las grandes obras menores. Excéntrico como sólo un inglés puede serlo, se decanta por uno de los géneros más convencionales —la biografía— y penetra en el periodo convencional por definición —el victoriano. Y halla en ambos, sin embargo, una originalidad inusitada dentro del género: se muestra cálido, si bien ajeno al sentimentalismo; generoso, aunque inerme a la hagiografía; veraz, a fuerza de ser divertido. No es exagerado afirmar que Strachey depura el ejercicio biográfico: se centra en lo secundario, en esos pequeños gestos que hacen a las personas ser lo que son; y ahí, en esos minúsculos detalles, descubre el universal dentro de lo particular. Al encontrar al hombre, encuentra a todos los hombres.
“Llega a ser quien eres” —amonesta Píndaro en un poema. ¿Quiénes somos? He ahí la cuestión. Porque, como Lytton Strachey, a veces nosotros mismos lo ignoramos y son otros, por fortuna, quienes se encargan de revelárnoslo.
Antonio Nájera Irigoyen