Coinciden los historiadores Sheila Fitzpatrick, Simon Sebag Montefiore, Michael Kerrigan y Nicolas Werth en que el equipo cercano de Stalin, Los Cuatro que a veces eran Los Seis y otras Los Ocho, dejaron morir al dirigente soviético víctima de un colapso, sin prestarle la atención médica adecuada de inmediato, preocupados más por la guerra intestina y la lucha por el poder entre ellos, cubriéndose la espalda y esperando adivinar movimientos ofensivos.
Temerosos de que se les acusara de haberlo envenenado, cuando había sufrido una hemorragia cerebral, Jrushov, Beria, Malenkov, Bulganin, Kaganóvich y Ordzhonikidze (Mólotov y Mikoyán estaban señalados ya de “desleales”), o la mayoría de ellos, movieron al viejo líder a un sofá y durante las primeras doce horas lo único que hicieron fue tiempo para velar armas y asegurarse de no ser apuñalados por la espalda. Stalin murió cuatro días después.
Dice Kerrigan en Stalin:¿hombre de acero o asesino en masa? (Edimat Libros, 2019): “Si dependía de Jrushov y sus camaradas, no quedaría ningún recuerdo de Stalin. La ‘desestalinización’ no se limitó a rescindir las medidas legales del difunto ni a invertir sus políticas. Se rebautizaron ciudades e instituciones que habían recibido su nombre y se retiraron estatuas. Su nombre se eliminó discretamente del himno nacional”. Lo borraron de los libros y hasta el triunfo en la Segunda Guerra le escatimaron.
Fitzpatrick apunta en El equipo de Stalin (Crítica, 2016): “El adjetivo ‘estalinista’, que antes se aplicaba con generosidad a todos los proyectos y logros soviéticos, desapareció de golpe del vocabulario (…) A tres semanas de la muerte de Stalin, se produjo una amnistía para los presos no políticos, que supuso liberar a más de un millón de personas”. Se puso fin a la guerra de Corea, empezó a hablarse de distensión con Occidente y se reanudaron relaciones con Israel y Yugoslavia.
En Llamadme Stalin (Crítica, 2017), Montefiore hace una relación de los 40 nombres y apodos que llevó en vida el dictador y plantea: “Hasta el último día, Stalin intentó en todo momento glorificar su pasado y ocultar sus primeros errores. El culto a la personalidad se puso al servicio de su descarada vanagloria”.
En cuanto murió, su equipo enterró el testamento.
Alfredo C. Villeda
@acvilleda