Tres décadas después de la tragedia en el rancho Monte Carmelo ha llegado a la plataforma de Netflix el documental Waco: el apocalipsis texano, dividido en tres episodios en los que ex policías, ex funcionarios y sobrevivientes dan su versión de los hechos de aquel sitio que duró 51 días, con una fallida primera incursión que privó de la vida a cuatro agentes, y un desenlace en forma de hoguera que mató a 76 miembros del culto dirigido por David Koresh.
Antes que poner el acento en los errores de los negociadores del FBI y la falta de coordinación, primero con la autoridad local y después con el propio Ejército de Estados Unidos, el discurso hace recaer buena parte de la responsabilidad oficial en la entonces procuradora general, Janet Reno, quien acaso por no haber sido informada debidamente, acaso por una decisión equivocada, ordenó el asalto “con gas lacrimógeno”.
Tomas aéreas de la época exhiben cómo había tres puntos de fuego en la nave principal del centro ceremonial del culto, dato que pone en duda que la conflagración fuera iniciada por la incursión de la autoridad, pero por lo menos tres de los sobrevivientes juran que nadie dentro de esas instalaciones comenzó el fuego, que mató a 23 niños que ya estaban completamente manipulados y alienados por la basura que el líder del culto inoculó en sus pequeñas mentes, haciéndose pasar por Jesucristo.
Las 86 víctimas totales de ese negro episodio de la historia de Estados Unidos son una mancha indeleble de sangre que tuvo una primera cruenta réplica cuando un muchacho de extrema derecha, captado por alguna cámara en aquellos días del sitio merodeando la zona, decidió vengar la masacre con la colocación de una bomba en un edificio de Oklahoma City, matando a 168 personas dos años después: Timothy McVeigh.
Estas tragedias, con responsabilidades atribuibles a acciones humanas, conscientes, dirigidas, no pueden ser solo conmemoradas. Hay que exigir investigación y castigo, porque no pueden repetirse infiernos como Waco o como la hoguera de Ciudad Juárez.