Franz Kafka pudo ser químico, filólogo, experto en judaísmo o abogado. Mientras intentaba todo eso tenía un oficio oculto, el de novelista, del que no estaba del todo convencido al grado de destruir una primera novela y años después encargar desde el lecho de muerte a su amigo y albacea, Max Brod, quemar la obra no publicada, justo cuando acababa de corregir algunas páginas desde su postración.
Sin embargo, entre la obra preservada por Brod, develada a la muerte del genio checo y después sujeta a eternos litigios por la voracidad de la secretaria del albacea, Ester Hoffe, quien heredó todos los archivos, destaca otra habilidad de Kafka, la de dibujante, una faceta que de la que también abjuraba el propio autor, reduciendo todo a “garabatos” y “jeroglíficos personales”.
La editorial Libros del Zorro Rojo ha publicado un hermoso ejemplar titulado Franz Kafka: dibujos recuperados (2023), obra gráfica fotografiada en la Biblioteca Nacional de Israel, con el acostumbrado toque de este sello: pasta dura y una cubierta que destaca la firma del autor, un dibujo y el título en letras doradas sobre un fondo oscuro.
Hay que reconocer que Kafka, como él bien sabía, no era precisamente un artista plástico de la talla de su admirado Pablo Picasso, pero sí que era buen retratista, sobre todo de su entorno, pues la selección de este volumen incluye algunos dibujos de su madre y un autorretrato de trazo asombroso.
En el prólogo Jordi Llovet nos cuenta la anécdota de Kafka solicitando al editor de La transformación que por ningún motivo permitiera que el artista Ottomar Starke ilustrara la portada con un insecto, impresionado por la metamorfosis de Gregorio Samsa, ajeno a que la posteridad iba a explotar esa imagen en cuanta edición existirá desde entonces.
Acaso a la manera de Leonardo, que trabajaba bocetos en superficies en las que aún ahora puede leerse una lista de víveres, algunos dibujos de Kafka sobrevivieron con los números de operaciones matemáticas inoportunas que tomaron al artista en el momento del trazo.