En una entrevista, hace más de un año, el escritor Mircea Cărtărescu me respondió que había un “peligro mayor” para la humanidad, más que la pandemia y que la inteligencia artificial: el retiro de la gente al metaverso. Eran los momentos en que Facebook había perfilado ya su transformación como producto de la firma Meta y que el coronavirus comenzaba una curva descendente.
La inteligencia artificial, con toda su ficción a cuestas, se ha instalado en el escenario global unos meses después y está al alcance de cualquier persona con una computadora o un teléfono. Las “habilidades” que comienza a exhibir son copiosas, pero en realidad no es iluso suponer que también incalculables, en cantidad y en sus efectos.
El acelerado desarrollo de esas herramientas había ya demostrado que acaso su creador aún no está listo para enfrentarla y son variados los episodios en los que se supo que debió imponerse una pausa por la rapidez con que esa interfaz “aprendía” a actuar como su diseñador, espejo que no siempre arroja la imagen deseada.
Apenas un mes atrás Elon Musk llamó a varios colegas suyos a una tregua de seis meses en el desarrollo de esa inteligencia, pero pronto tuvo respuesta de otro personaje que mucho tiene que decir, Bill Gates, quien consideró “inútil” la suspensión. No es ocioso suponer que algo muy delicado vieron los hacedores de esa tecnología para buscar un respiro y repensar todo.
El británico Aldous Huxley decía que no debía confundirse el mensaje de su novela Un mundo feliz (1932) con el de 1984, la otra obra distópica paradigmática del siglo XX escrita por George Orwell (1949), porque mientras en ésta se dibuja el destino funesto de una sociedad sometida al terror de una dictadura con mano de hierro y Gran Hermano, en su profecía literaria el ser humano se entregará por voluntad propia a los tiranos.
Ahí es donde se conectan Cărtărescu y Huxley, a medio camino entre el metaverso y el temor fundado hacia un futuro incierto bajo la inteligencia artificial.