Supongo que si la maqueta monumental del Huey Teocalli se hubiese construido en otro sexenio, muchos de quienes ahora se rasgan las vestiduras por su inutilidad, entonces y al amparo del poder, hubiesen respondido de manera contraria, argumentado la necesidad de sacar la historia de los anquilosados museos y el aburrido y onanista mundo de la academia; es decir, hubiesen reaccionado como responden ahora quienes, ante un proyecto similar bajo otro régimen, hubiesen acusado un gasto oneroso y exigido, en lugar de espectáculos populares, respuestas claras del poder a la escalada de violencia y pobreza.
Parece imposible escapar de nuestras simpatías para ver, con mirada un poco más fría, la lujuriante exhibición del poder y la imposición de sus ideales, vengan de donde vengan sus operarios.
Todo régimen se edifica a partir de la construcción de una narrativa histórica determinada que justifique su distanciamiento con ese pasado aborrecido por lo que encarna en el presente que se idealiza y el futuro que se quiere transformar. En realidad, no importa si esa narrativa es una mera simulación, su valor radica en el carácter simbólico del que dota a toda acción del poder presente: desde derribar algunas estatuas, cambiar el nombre de dos o tres calles, optar por una noche victoriosa indígena en lugar de la noche triste de Cortés, hasta pedir “oficialmente” una disculpa por la Conquista.
Al final, supongo que el lenguaje de las ruinas no es tan universal ni tan elocuente como la simulación de una grandeza que en realidad nos cuesta reconocer es muy lejana. La ruina es la huella violenta de la Conquista.
Simular la grandeza de lo destruido es un modo inocuo de purgar nuestra inevitable filiación con el conquistador.
@eljalf
