Generalmente me pongo melancólico al final del año y pienso en la grandeza detrás del hecho de que casi todxs sigamos aquí, haciéndonos preguntas importantes y buscando la plenitud y la felicidad. Generalmente pienso en las maravillas que pasaron: los camiones que no nos atropellaron, las enfermedades que no contrajimos, las fosas que no se abrieron a nuestro paso tragándonos para siempre y las balas que no destrozaron nuestros cráneos, los meteoritos que no nos aplastaron. Debería estar feliz, rodeado de luces coloridas y de buenos deseos y esperanza. Pero sobrevivir es agotador; más en un lugar donde hay tan poco que ganar y tantxs desesperadxs por un poco de luz, de atención, de amor.
Este año vi las mezquindades más recalcitrantes en acción: quienes piden tu cabeza al menor disenso, la moral superlativa que sin conocerte te pide “cuestionar tus privilegios”, la envidia que condena el trabajo ajeno y las inteligencias que, ante la frustración y la falta de herramientas más sólidas, polemizan con el trabajo de otrxs para atraer atenciones que a nadie en realidad le importan. Y, sobre todo, la práctica de abrirse camino golpeando con los codos a lxs demás, a como dé lugar: minimizando el esfuerzo de lxs otrxs, como si todxs hubiésemos partido del mismo piso. Nos gusta llamarlo el “Complejo del yo primero y los dame dame”. Yo primero, todo yo. Al final, el amor y los buenos deseos sólo nos alcanzan para dos o tres fotos de Instagram y algunas infografías sobre lo grandioso que es sanar y hacer las paces con lxs demás. En todo caso, deseo que pasen una feliz Navidad y que lo que sea que busquen esté, al menos durante una noche, a su alcance: sobre sus mesas. Paz.
Alfonso Valencia
@eljalf