Hay una regla de equilibrio en el hecho de que el mundo se le arregle a alguien y eso implique la destrucción del de otra persona. No me refiero a lo que surge de las cenizas, sino a la realidad que se transforma destruyendo simultáneamente otra. Podemos sospechar que detrás de esas operaciones que, sin una regla de “justicia” comprometen la estabilidad de unos y coronan la felicidad de otros, está el principio de la impermanencia. No podemos ser felices siempre.
El amor ilumina: parte del sabernos vulnerables y de la entrega voluntaria de un misterio propio para que sea iluminado por la persona que hemos elegido.
Damos y recibimos una moneda intangible que compromete nuestras incertidumbres, nuestros temores, para zanjarlos momentáneamente en un proceso que nos conecta con el otro en el espacio de la complicidad y la intimidad, que es lo que pasa en el interior de uno y se manifiesta en el mundo creado por los dos, afectando a ambos.
La práctica dice que hay que soltar las cosas que nos hacen sufrir. Se dice que el Buda estaba sentado en el bosque con unos monjes, cuando un pastor se les acercó y les dijo: “¿Habéis visto a mis vacas? Tengo 12 vacas y han escapado. Una plaga ha devorado mis cosechas. No puedo seguir viviendo así. Creo que voy a suicidarme”. El Buda le respondió: “Lo siento, no hemos visto a tus vacas”. Y luego, cuando el pastor se alejaba, se dirigió a sus monjes: “¿Sabéis porque sois felices? Porque no tenéis vacas que perder”.
La práctica asocia la libertad con la felicidad: “mientras permanezcas aferrado a algo, seguirás sufriendo”. El problema, en todo caso, está en identificar nuestras vacas y llamarlas por su verdadero nombre. A veces, y dolorosamente, se trata del ser que amamos.
Alfonso Valencia
@eljalf