Miguel Ángel, -quien trabajó por décadas en diferentes áreas del gobierno mexiquense-, un día me confió que solo contaba con un riñón y no era por un tema vinculado a alguna enfermedad. Resulta que hace tiempo su hermano requirió de un trasplante, y ante la urgencia y compatibilidad, él decidió donarle uno de los suyos.
La confidencia me impresionó porque una decisión así no solo requiere valentía, sino amor y sacrificio. Confieso que nunca he estado ante una disyuntiva similar con algún familiar, y lo único que he donado a lo largo de mi vida es sangre.
Por eso el caso de Dios escapa por completo a mi entendimiento. Permíteme hacerte una pregunta: ¿Estarías dispuesto a dar la vida de tu hijo por alguien como tú o como yo? Te ofrezco mi respuesta y te digo que yo no lo haría por nadie.
Sin embargo, el actuar de Dios nos rebasa por completo. Y es que bíblicamente tú y yo fuimos creados con vida eterna, la cual es posible pasar en uno de dos lugares: el cielo, o el infierno. El pecado, -fallar a las normas divinas-, nos destituye de inmediato de la comunión con Dios aquí y para siempre.
Ahora bien, nadie en su sano juicio se atrevería a decir que ha tenido una existencia de perfección absoluta. Todos hemos pecado; todos hemos quedado lejos de los estándares divinos; todos salvo uno: Jesucristo.
El apóstol Pedro, quien convivió con Él durante su ministerio terrenal, aseguró que Jesús “no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca”, 1ª. Pedro 2.22.
Nuestra enfermedad espiritual es tan grave, que para ser sanada requería de un amor inmensurable y de un sacrificio incomprensible e incomparable; y Dios nos ama de tal manera que envió a su hijo único, Jesucristo, en nuestro rescate.
Jesús se ofreció a sí mismo por ti y por mí, a fin de que pudiéramos obtener perdón de pecados y restauración con Dios. El precio fue el que diera su vida pura y sin mancha en la cruz del Calvario.
No hubo anestesia ni medicina contra el dolor. Allí Él llevó nuestro pecado, y sufrió nuestro respectivo juicio y castigo por puro amor a nosotros.
Sin importar cuál sea tu condición, debes saber que Dios te ama y que ya pagó el precio de tu salvación. Ven a Él tal como estás. Cree en Jesús y pídele que venga a morar en ti. Te perdonará y nunca te dejará ni desamparará.
Alejandro Maldonado