En Puebla surge la “Ley Antimilpa”, como una nueva cruzada contra la deshonestidad institucional.
El gobernador Alejandro Armenta busca ponerle rostro y etiqueta a uno de los males más antiguos del sistema político mexicano como lo es la corrupción disfrazada de “gestión”, el “favor” que abre puertas, el diezmo que ya ni siquiera se disimula. Y lo hace con una narrativa que mezcla historia administrativa, advertencia moral y una dosis de memoria selectiva.
No se trata de la parcela agrícola tradicional. La “milpa” en este contexto es el nombre informal de esos acuerdos, gestiones y cuotas invisibles que por décadas han acompañado a la obra pública, a los contratos gubernamentales o a los permisos que se agilizan cuando hay “voluntad”.
Armenta mencionó casos emblemáticos. El Museo Barroco, por ejemplo, cuyo costo se disparó de 600 millones a 14 mil millones de pesos, es presentado como símbolo de saqueo institucional. Y ahí hay un punto válido ya que la opacidad en grandes proyectos ha sido una constante y los sobrecostos, una señal de alarma que rara vez se investiga a fondo.
El discurso también plantea una paradoja pues cuando el Estado busca castigar la corrupción mediante sobrerregulación, puede terminar paralizándose con funcionarios que no firman por miedo, controles que asfixian, entes de fiscalización que se duplican sin mayor eficacia.
Por eso el desafío de esta ley, si se concreta, será equilibrar el control con la funcionalidad, evitar que la lupa termine provocando inmovilidad y que el castigo no se convierta en herramienta de persecución política.
A favor del mandatario hay que decir que se deslinda del escarnio público y de los linchamientos políticos. Asegura que no hará montajes para detener a funcionarios y que no usará la justicia como espectáculo (recordemos la era del barbosismo).
La “Ley Antimilpa” aún no está escrita. No hay detalles técnicos, ni dictamen legislativo, ni calendario para su presentación. Por ahora, es una narrativa en construcción, una bandera que busca separar esta administración de las anteriores y marcar distancia con las prácticas del pasado.
Pero para que tenga impacto tendrá que ser clara, ejecutable, con mecanismos reales de sanción y sobre todo, con un blindaje para que no sea utilizada como arma política.