El Mayo Zambada declaró en Estados Unidos lo que todos sabíamos en México. Dijo que en su trayectoria en el narco sobornó sistemáticamente, a lo largo de medio siglo, a políticos, militares y policías. Dudo que haya un mexicano que se llame a sorpresa. ¿Es acaso posible que, sin ese aval y protección, persistan emporios criminales que manejan millardos de dólares y asesinan y extorsionan gente todos los días? Sus palabras fueron nota principal en nuestros medios por el rango del declarante y lo insólito de la confesión judicial pero no, desgraciadamente, porque constituyera una revelación. La añeja simbiosis entre delincuentes y autoridades es vox populi en estos lares.
La corrupción en México es un cáncer que viene de lejos y su metástasis lleva años. Cualquier ciudadano sabe, desde tiempos inmemoriales, que tiene que dar mordidas para agilizar trámites burocráticos o evitar multas, que los líderes sindicales corruptos venden plazas y que el comercio entre particulares no está exento de chanchullos. Yo creo que el origen de la enfermedad se remonta al abismo entre norma y realidad de la Colonia, el tristemente célebre “acátese pero no se cumpla” al que condujo el centralismo imperial y que acabó convirtiendo la ley en adorno, aunque el mío es solo uno de muchos diagnósticos. El hecho es que tenemos un país de reglas no escritas que vive en la corruptela nuestra de cada día. La corrupción empieza siempre arriba, sin duda, pero cuando se vuelve funcional permea a toda la sociedad. ¿A alguien le parece inverosímil que haya comunidades enteras que trabajen para el crimen organizado y defiendan a sus capos? El negocio del narco se montó en un caballo ensillado, y su poder corruptor exacerbó la descomposición de la cosa pública mexicana.
Solo desde una enervante ingenuidad podía asumirse que si el presidente de la República dejaba de robar los demás funcionarios dejarían de hacerlo y las fuerzas de seguridad romperían sus complicidades. Y solo desde una perversidad supina podía decirse que con un presidente “bueno”, unas cuantas becas y el regaño de sus mamás los sicarios se portarían bien. Los cárteles no solo siguieron operando sino que expandieron su dominio territorial. Y, desde luego, reciprocaron las atenciones recibidas con gentilezas electorales al partido de quien se las prodigó.
El pañuelo blanco que proclamaba un supuesto fin de la corrupción resultó ser la bandera de paz a los criminales. Si no puedes vencerlos, dice el refrán, únete a ellos. Después de tratarlos con algodones y de reemplazar las políticas públicas con el voluntarismo del “amor con amor se paga”, esperar que no surgieran García Lunas cuatroteros era confiar demasiado en el encubrimiento. Ya apareció el primero en Tabasco y nos enteraremos de otros más, incluso si El Mayo decide sacar a AMLO y a los suyos de sus estribillos. Estamos en México, donde todos los gobiernos y tal vez hasta algunos bancos han sido corrompidos, y se trata de la “transformación” que llegó para abrazar al crimen organizado. No se puede tapar el sol con un dedo ni se puede esconder la connivencia bajo un montón de votos.
PD: Lección: la popularidad que el bravucón gana con la bravuconería se pierde con la victimización. Y entonces hasta el más impopular se vuelve más popular.