Quiero pensar que en la Secretaría de Economía y en la taciturna Cancillería del segundo piso de la 4T ya se entendió que frente a Donald Trump no cabe el optimismo. Augurar una gran relación bilateral puede tranquilizar momentáneamente a la sociedad, pero cuando las albricias se pasan de tueste son contraproducentes. El pregón del balazo en el pie no sirvió, por equívoco, ni como instrumento de vaticinio ni como bálsamo popular. Era una ingenuidad pensar que la racionalidad atemperaría a Trump. Celebro que se haya enmendado el error —más vale tarde que nunca— al pedir que nos acostumbremos a una turbulencia de cuatro años. Será imposible librarnos de algún golpe arancelario, como será insensato volver a confiar en la sensatez, ahora a guisa de antídoto contra la extraterritorialidad en el combate al crimen organizado. Me refiero a la filtración a The New York Times de una orden ejecutiva mediante la cual el presidente de Estados Unidos autoriza a su ejército a atacar cárteles latinoamericanos, que es, en efecto, una espada de Damocles.
Me explico. Donald Trump necesita un gran distractor para sacar de la conversación pública el escándalo Jeffrey Epstein, que subleva a su base social. La teoría conspirativa que él mismo difundió —aquella de que hay una red de pederastia dirigida por políticos y empresarios del Partido Demócrata, que son ellos quienes aparecen en “la lista de clientes” del magnate pedófilo y que por eso la han ocultado— se ha vuelto contra su difusor por su negativa a hacer público el expediente que registra la amistad entre ambos. Cierto, la proverbial habilidad de Trump para manipular la información —la que posee su Fiscalía y la que manejan medios y redes— puede salvarlo una vez más; la pregunta es cuál caja china le ayudará a hacerlo. En el menú está el señalamiento de que Obama intentó un “golpe de Estado” en la elección del 2016 y la persecución de Maduro, por ejemplo, y sí, también una ofensiva contra los odiados traficantes mexicanos de fentanilo.
Si ya se entendió que a Donald Trump no se le persuade con Power Points, y si se quiere defender nuestra soberanía, es preciso discernir el concepto. No puede ser cabalmente soberano un país donde la delincuencia es capaz de someter al poder constituido y asesinar impunemente a miles de compatriotas. El Estado debe imponer su monopolio de la violencia legítima y procesar a los políticos corruptos —esos sí traidores a la patria— que protegen y potencian al crimen organizado. México será más vulnerable ante Estados Unidos si no ejerce otro tipo de “soberanía”: la del Ejecutivo Federal con respecto al pasado inmediato. La Presidenta no debe tocarse el corazón para actuar contra los secuaces de su predecesor aunque le cueste un distanciamiento. Llevarlos ante la justicia como capos con fuero que son no es solo un requisito para impedir un ataque gringo: es un imperativo para sanar a una sociedad mexicana corroída por la criminalidad.
Una nación soberana es aquella que toma sus decisiones dentro de sus fronteras territoriales y de sus fronteras de legalidad. La 4T está cayendo en un patrioterismo delincuencial al creer que, mientras sea propia, la injerencia criminal no atenta contra la soberanía: a México lo carcome tanto o más que la injerencia extranjera.