Noches negras
Las noches más negras del detective, copiosas en los meses inmediatamente posteriores a la desaparición inexplicable de su único hijo, son aquellas en que llega al departamento al cabo de una intensa sesión etílica a solas o en compañía de un amigo y va al refrigerador para sacar la botella de vodka y beber del gollete como si en eso se le fuera la vida. Tambaleante, entre eructos y maldiciones por tropezar con un mueble que se le ha cruzado en el camino, se dirige luego botella en mano a su dormitorio, se sienta al borde de la cama de cara a las ventanas con vista a la calle y alarga el brazo hasta que sus dedos rozan el receptor del monitor para bebés, que ha conservado contraviniendo lo que su propio corazón le indica y que enciende no sin varios esfuerzos y se lleva al oído mientras el vodka se le escapa de entre los labios para escurrirle en finas hebras por el cuello. ¿Estás ahí? ¿Dónde estás?, balbucea, y las luces del aparato le responden con un parpadeo multicolor que lo hace pensar en ojos arrancados a bestias en una jungla profunda, en antenas y excrecencias de peces abisales, en pozos de petróleo en llamas vistos desde la estratosfera, en los faros de aterrizaje de un vehículo aéreo proveniente de otra galaxia. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás?, insiste, y el monitor crepita como si en su interior ardieran las hogueras de Walpurgis. Una vez, tendido en la cama a punto de precipitarse en el torpor similar al sueño que produce la ebriedad consuetudinaria, cree escuchar en medio del llanto que lo sacude una voz diáfana, un rasguño infantil entre los rasguños que emite el aparato: ¿Papá? Con el estómago contraído como un fuelle sin aire se incorpora tragando bilis y saliva, se acerca el monitor a la boca y susurra: ¿Estás ahí? ¿Papá?, vuelve a crujir el aparato, y él empieza a deshacerse en una retahíla de gritos —¡Sí, soy yo! ¡Aquí estoy! ¿Me oyes? ¿Dónde estás? ¡Dime dónde estás y voy por ti! ¿Con quién estás? ¿Dónde estás? ¡Aquí estoy! ¡Voy por ti! ¿Me oyes?— que no puede apagar el coro integrado por diez, por cien, por mil niños distintos que va brotando in crescendo de la bocina: ¿Papá? ¿Papá? ¡Papá! ¡Papá! Es la única vez que, soltando un rugido brutal, el detective arroja el monitor contra la pared. (A la mañana siguiente, pese a la resaca, lo mandará reparar ante el azoro apenas contenido de un técnico en electrónica). Es la única vez que el embotamiento alcohólico se disipa lo suficiente para que lo asalte la pesadilla de los niños perdidos: una milicia de rostros infantiles que claman por sus familiares desde el limbo o la muerte sin muerte a que han sido condenados sin que al parecer exista una escapatoria posible, una rendija mínima por donde les sea permitido fugarse.

Noches blancas
En las noches blancas del detective no hay alcohol sino insomnio: un erial vasto y sobrecogedor que se extiende en todas direcciones sin un solo accidente o depresión, una huella, un rastro de una presencia humana, animal, mineral o vegetal por insignificante que sea, y que él debe recorrer desnudo, monitor para bebés en mano, sudoroso o aterido —los inviernos pueden ser difíciles para el que viaja regularmente por el erial—, hasta que el alba clausura el paréntesis nocturno y deja que el día retome la oración suspendida horas atrás, ese discurso lleno de interrupciones e incisos que a alguien —a falta de un nombre mejor— se le ocurrió llamar realidad. Una vez, detenido en el centro del erial —aunque no existen puntos de referencia porque todo, incluido el cielo o la idea que se hace pasar por cielo, es blanco como una página virgen, hay algo que le insinúa que está en el centro—, el detective enciende el monitor para toparse con una charla telefónica; o más bien, para ser precisos, con un monólogo, ya que el aparato alcanza a captar una sola de las voces involucradas. La otra es un vacío en el que se despeña la primera voz, una voz masculina, y que compone un curioso cuadro en la imaginación: un hombre de rostro incierto, movedizo, que habla sin parar con un muro sin fin, una tapia carente de fisuras donde se discierne solo una ambigua leyenda escrita en negro.
—…no importan los actos sino las huellas de los actos. Pero no podía haber actuado de otro modo. ¿O qué habrías hecho en mi lugar? ¿En mi pinche puto lugar? Lo pregunto porque… Ya sabes, admiro tu experiencia, tus métodos… Eres una persona muy metódica, muy…
—…
—¡Nada! ¡De la nada! ¡Plaf! ¡Un relámpago y se acabó! Arrivederci!
—…
—Claro, claro. ¿Cómo dicen? Quien juega con fuego…
—…
—Sí, la cosa es que nunca te has quemado. ¡Nunca! Es lo que más te envidio. Vives junto al fuego y nunca…
—…
—A eso voy.
—…
—Sí, pero…
—…
—Permíteme, permíteme…
—…
—Claro que me acuerdo del niño. ¿Cómo no voy a acordarme, si así comenzó todo? No con un libro sino con un niño. Tú me lo dijiste… ¿O estoy exagerando?
—…
—Ahí está. Es muy fácil, más fácil de lo que cualquiera pensaría, acostumbrarse a vivir en el infierno. Basta que te instales para que empieces a sentirte como en casa. Hogar dulce hogar, carajo.
—…
—No, no es un mal sitio, lo sé. Lo que sucede es que hay de infiernos a infiernos: cuando te cansas de uno, es lógico que quieras mudarte a otro. Porque el infierno, como dicen, no es una ficción diseñada para la vida eterna. A eso se reduce este asunto: a una mudanza, un cambio de perímetro. El infierno en que he vivido está a la venta y, como también dicen, al diablo no se le puede pagar a plazos. Busco un infierno más amplio, más adecuado a mis… necesidades, si es que sirve esa palabra. Mis nuevas necesidades. ¡Ja! Como si a mi edad pudiera haber cosas nuevas, cosas que no supiera de mí… Es algo que siempre ha estado al fondo, escondido, y que no había querido aceptar. Hasta ahora.
—…
—Ya te dije: un relámpago y se acabó.
—…
—Por todos lados: ventanas, paredes, alfombras… Creo que hasta en el techo. No tuve tiempo de revisar. Comprenderás que en una situación así… Qué desastre, qué pinche desastre… Y luego, como si estuviéramos en una novela barata, a la hora de la verdad…
El monitor chasquea. La voz solitaria no tardará en difuminarse: entra y sale del piélago de estática en el que se ha adentrado sin remedio.
—…ni ganas de remediar…
—…la conoces. No, tienes razón, la conocis…
—…mosas últimas pala…
—…regresar de entre los muertos?
—…bosques de la noche…
—…explicar? ¿Qué carajos signifi…
—…yes un ruido? Eso, eso. Creo que alguien nos escu…
—…el diablo…
—…tás ahí? ¿Dónde estás? ¿Me oyes? ¿Qué haces…
Varado al centro de su erial particular, el detective baja el volumen del monitor para que la estática no lo perturbe más de la cuenta. Es la única vez que, después de renunciar a la inmovilidad que caracteriza sus vigilias, va a las ventanas y abre las persianas para enfrentar el espectáculo de su calle —parte de su perímetro, su trozo de universo— conquistada por sombras que se agitan con untuosidad de serpientes bajo el alumbrado de sodio. (A la mañana siguiente evocará la visión y se preguntará si no es el residuo de una pesadilla, un recuerdo implantado mediante una sofisticada cirugía digna de la ciencia ficción). Es la única vez que el mundo se le revela como un muro hecho de conversaciones aunque con innumerables oquedades. Los ladrillos que faltan, reflexiona, son las voces perdidas: aquellas que no nos pertenecen, que no nos incumben, pero que logramos registrar antes de que se extravíen para siempre en el aire saturado de flujos telefónicos que se entrecruzan.
AQ