Cultura

Ana García Bergua, cuentista sin igual

Literatura

Este ensayo, en el que se dan cita la amistad y la admiración, celebra la obra de la autora de ‘El umbral’, ganadora del Premio Inés Arredondo 2025.

Conocí a Ana García en 1992, gracias a una beca otorgada por Conaculta a jóvenes creadores que tuvimos el gusto inmenso de ganar y compartir. Fue uno de los grandes hitos de nuestra vida, porque fue la primera beca como escritoras que tuvimos, porque nos dio la oportunidad de conocernos y de leer nuestros trabajos bajo la mentoría de Silvia Molina, que fue estrictísima, y porque ambas publicamos esas novelas. De modo que nuestro encuentro está marcado por algo que es inolvidable: el mundo de las primeras veces.

Allí estuvimos, en el patio de un hotelito en Veracruz junto con Ignacio Helguera, Ignacio Padilla y Cecilia Kuhne, leyendo horas y horas. Ya pardeando la tarde los otros becarios nos invitaron a los portales a darnos unos toques (de los eléctricos, no de los otros) y nosotros mirando a Silvia denegar suspiramos y continuamos en aquel patio ya con luces encendidas leyendo sin parar. Cuando los demás becarios volvieron tras una farra de pronóstico reservado nos miraron atónitos y David Olguín dijo: “Y cuando despertó, el becario seguía leyendo”.

De esos afanes monacales surgieron nuestras primeras novelas. Ella publicó El umbral y yo La corte de los ilusos.

Quién me iba a decir que a esta primera novela de Ana, emotiva y dura e intimista, publicada en Era, le seguirían tantas otras novelas —muchas ubicadas en distintas épocas— y tantos libros de cuentos.

Porque Ana no ha dejado de escribir. No importa lo que esté viviendo, por lo que esté pasando. Ana sabe todas las mañanas que en su escritorio le espera un mundo alterno, asentado en lo real, aunque siempre fantástico, donde habitan personajes excéntricos como ella, entrañables, también como ella, y con un cierto grado de comicidad del que no se percatan. Esto es uno de los rasgos más fascinantes de su escritura, y es que ella es capaz de ver lo que todos tenemos de absurdo o de ridículo por tomarnos tan en serio la vida que en sí misma, de no ser por las teorías con las que solemos justificarla, en el fondo es también absurda.

A El umbral siguieron otras muchas novelas que empezaron a inclinarse hacia lo histórico visto de un modo peculiar. Porque a Ana le interesa menos el dato duro que los ambientes de las distintas épocas. Ese aire que rodeaba a la gente en otros momentos de la Historia y que la obliga a actuar como actúa. Eso que la hace cometer una locura o vivir subyugada a un loco como en Isla de bobos o entregada a creencias y devociones paganas como el mesmerismo y las sesiones espíritas, como en Púrpura, o metida en una trama policiaca, cuyo punto de partida es el incendio de la Cineteca Nacional, pero el de llegada es el impulso del destape y el así llamado desenfreno de los años sesenta, con derecho a permanencia voluntaria como en La bomba de San José. De los mundos porfirianos al México convulso de principios del siglo XX; de los temas emblemáticos del siglo XIX, como el viaje del joven provinciano a la ciudad o las mujeres víctimas de los bajos instintos masculinos, a la exploración de la naturaleza de un joven gay en los años treinta; de la desavenencia conyugal al reencuentro con identidades caprichosas, en Ana está magistralmente recreado el pasado, siempre el pasado. Dice Enrique Serna que “si Xavier Villaurrutia sentía nostalgia de la muerte, Ana García Bergua siente nostalgia de lo que no le tocó vivir”. Y lo hace con un cuidado minucioso por el detalle en la reconstrucción de las distintas atmósferas.

No en balde era escenógrafa cuando la conocí y trataba con la gente de teatro. Sus obras están caracterizadas por una teatralidad peculiar que te obliga a ver a los personajes como entes de ficción solo a medias, es decir, como seres producto de una dramaturgia construida ex profeso, y a la vez como gente que dice y hace todo de manera tan natural como la que conoces, si te fijas bien, todos los días.

Es como si, al escribir, nunca se hubiera olvidado de aquel amado oficio suyo en el teatro y para escribir sus obras tuviera que ser productora y directora de casting primero. Porque la recreación de atmósferas y la construcción de personajes tan diversos es sorprendente. Ana no se repite, sus protagonistas son siempre únicos y siempre distintos, y si se hiciera una película con todos los personajes que están dentro de sus libros sería carísima, casi como volver a hacer Ben-Hur o una de esas grandes producciones del primer cine de Hollywood.

Los oficios más diversos los ocupan y tienen nombres rarísimos en nuestros días, pero sin duda corrientes en otro tiempo, como un recordatorio más de que el anacronismo y la rareza solo son cuestión de perspectiva.

Temístocles, Artemio, Fulvio, Aconcio o Eusebio irrumpen con sus afanes y cuitas parecidos a los nuestros.

Como dice Fabio Morábito: “Estamos ante una autora que ha devuelto lo excéntrico a su sentido más profundo, aquel que es inseparable de la soledad de cada persona. Ahí donde todos somos unos Aconcio y unos Temístocles para nuestros semejantes”.

Pero estos personajes que habitan por sí mismos y nos habitan son también como laboratorios diversos: por ellos sabemos cómo la gente cambia, o qué va descubriendo de sí misma en los trayectos; cómo alguien se vuelve un absoluto extraño al subirse a un elevador o al entrar a un cuarto de hotel, que repentinamente lo hace confundirse con un cliente anterior, ya que todos los cuartos son idénticos; o cómo alguien se vuelve un completo extraño para su familia, solo porque en cada aparición se viste de modo distinto.

Muchas veces me he preguntado cómo hace Ana, Anita, como le digo yo, para construir personajes tan característicos de su estilo, y, sin embargo, tan disímbolos. A veces uno podría pensar que está habitada por ellos y que simplemente los va sacando como los magos hacen con las mascadas, una tras otra; pero eso sería concederle muy poco a su capacidad de observación y a su imaginación desbordante que opera todo el tiempo, pues al estar platicando con ella, en alguna comida entre amigas, ha ocurrido el caso de que nos haga una observación jocosa sobre alguien y se empiece a reír, y en menos de lo que tragamos el bocado nos dé completa con pelos y señales la nueva historia de la víctima. Además de la imaginación y la creatividad, estoy hablando de un rasgo excepcional de su inteligencia, que solo los comediantes de stand up más brillantes tienen, y es la posibilidad de llevar una situación absurda hasta sus últimas consecuencias.

Lo raro, lo rarísimo, es que “en la vida real” sus comentarios y consejos siempre se ciñen a una sabiduría ejemplar y a la más estricta lógica. Ana conduce su vida dentro de lo que en el siglo XIX se hubiera tildado de sensatez e higiene: es cercana a sus dos amadas hijas, es compañera de Eduardo, su esposo por décadas, es buena hermana de su hermana Alicia, y mientras va escribiendo se desvive por tener una relación armoniosa con sus jefes y su familia. Esto se dice fácil, pero lograr un equilibrio así viviendo en este país, siendo Escritora y aportando al gasto familiar, es cosa de quitarse el sombrero.

Y, encima, es una estupenda amiga.

Con Ana me he reído hasta llorar o escupir el agua mineral en un restaurante frente a aterrados vecinos. He compartido, lo mismo que con Verónica Murguía, una relación epistolar frecuente y cercanísima durante la pandemia, y esa relación ha seguido siendo muy sólida por WhatsApp o por mensajes sonoros donde comentamos algo inmediato y urgentísimo, como solo puede darse con las amistades que nos son imprescindibles y verdaderas. He descubierto el placer y el privilegio de tener a alguien con quien compartir lo que siento y pienso por escrito, de manera oral, a través de Zoom, y hasta a gritos mientras bailamos en la Embajada Jarocha en un algún cumpleaños suyo. La he visto cocinar y sacar del horno un pavo que compartimos en una cena navideña con su madre presente, y durante muchos años la escuché leer en voz alta sus textos en la famosa tertulia del Konditori. También he llorado cuando me dio la noticia de la muerte de Nacho Padilla. Después de haber vivido con tristeza años atrás, la muerte de Nacho Helguera. Recuerdo que, junto con el desconcierto, me invadió una sensación de cierta calma. Mi mente me jugó una trampa darwiniana, y pensé que habiéndose muerto ya antes Nacho no era tan grave que Nacho otra vez se muriera. Por supuesto que al mismo tiempo que sentía esto me daba cuenta perfecta de que se trataba de dos Nachos distintos. De aquellos amigos que compartieron con nosotras la beca de jóvenes promesas.

Cada vez que la he visto, y en el lugar en que hayamos coincidido, ya sea en persona, por Zoom o por teléfono ha estado presente, siempre, algún comentario sobre lo que estamos leyendo o escribiendo.

No importa si estamos en el país o en algún encuentro literario o en la presentación de nuestros libros fuera, si nos reunimos, como lo hemos hecho a lo largo de estos años con amigos muy queridos, o si estamos desayunando las dos solas, siempre la literatura ha guiado nuestra vida. La de Ana no solo a través de cuentos y novelas, sino también de traducciones, de estudios sobre personajes a pedido de Clío, o de intentos de guiones escritos a dos y hasta cuatro manos. Ana no deja de escribir esté donde esté.

Y ese lugar múltiple en que ella escribe es un emblema de su tesón y su disciplina, porque hasta hace relativamente poco escribía en cualquier espacio. En la mesa del comedor, rodeada de gente, con un gato, con una hija que tocaba el piano, con la señora de la limpieza, en bibliotecas en el Centro, donde hacíamos investigación y me tocó compartir parte de esa etapa, en la Hemeroteca Nacional donde suele acudir a hundirse entre periódicos. Ana se justifica usando un personaje del Orlando de Virginia Woolf, que es invitado a un exclusivo castillo a escribir y durante su estancia no se le ocurre una sola línea; en cambio, vuelve a su casa, pobrísima y caótica, y ahí es donde se inspira.

No obstante, desde hace unos meses tiene ya un estudio perfectamente adaptado que nos ha mostrado a través de videos por Zoom donde exhibe sus instrumentos escriturales con orgullo feudal. El único siervo admitido es su gato, siempre un gato al que sospecho Ana le cuenta sus proyectos de historias, esperando retroalimentación, aunque no sea positiva. Igual que todos sus amigos y lectores, me congratulo de ser compañera de Ana en este viaje, fascinante, aunque también lleno de renuncias e imprevistos.

Su gato Sacha Gatovsky Don Bigote de la Mancha estará tan orgulloso como todos nosotros de que le haya sido otorgado el Premio Inés Arredondo 2025, por su obra cuentística. Que sea el impulso para seguir buscando la obra de alguien a quien no podemos dejar de leer, y a quien correremos a buscar apenas sepamos de la salida de un nuevo libro suyo.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto
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