Al entrar al taller de ARJ, te atrapa la sofisticación de lo inquietante.
Las decenas de máscaras que comparten pared con repisas de libros antiguos no están simplemente colgadas. Sucede algo más importante: recrean sus tragedias.
A la Muerte Roja de Edgar Allan Poe le escurre sangre por ojos, narinas y boca. El fogonero del Yorikke de B. Traven te mira con lágrimas de ceniza. Y Seng Gehi, salvaje diosa con espinas, ha quedado congelada en el aire de una danza tibetana de liberación.
El uso dramático de los materiales hipnotiza. Una articulación plástica donde la literatura se vuelve máscara.

Ahora mismo, ante su mesa de trabajo, ARJ subraya la descripción que hace Jack London del capitán Larsen enojado. Acerca el ojo a la lupa y toma una gubia. Entonces desata una suerte de embrujo místico. Su cuerpo se aligera para tallarle al molde una boca. Inmovilidad paciente. Casi se diría que medita, excepto por los dedos, de movimientos suaves y lentos, que le tuercen con una cuchilla delicadamente el labio superior a su personaje. Luego emergen lentamente, filosos, cada uno de sus dientes, hasta tallar el exacto flehmen de un carnívoro justo antes de la mordida.

La obsesión en ARJ por establecer narraciones literarias se desborda: del rostro se extiende al símbolo. Toma una pequeña caja fuerte y la acoraza con el Nudo de víboras que impide al protagonista de la novela de François Mauriac sacar cualquier sentimiento de su corazón ¿Y quién puede querer decorar su casa con la sofisticación de lo inquietante?
Pienso en André Gide, retratado en su biblioteca por Laure Albin-Guillot. Cigarrillo en mano. Gorro de punto. Lentes redondos con montura de alambre. Sobria elegancia… salvo por un detalle: detrás de él cuelga una máscara blanca, de expresión serena, pero ligeramente perturbadora. Gide y algo más: su misterio de duplicidad.

Es eso: el arte de ARJ le da forma al mito íntimo de cada persona.
Mi hija lleva seis meses fascinada con la Carabosse de Chaikovski. Quiero provocarle una experiencia estética inolvidable. Imagino que un día despierta y ve, colgada delante de su cama, la máscara de la bruja que ahora guía sus ideas, conversaciones y movimientos. Queda cara a cara frente a la máscara del personaje que ama. Intercambian miradas. Entonces, algo nunca será igual. Ya siempre tendrán algo de teatro todos los cuartos de su vida. Y en su imaginación se habrá instalado la posibilidad de la poesía.
AQ