Cultura

“Escribí un libro”: cuando Andrea Camilleri creó a Montalbano

Homenaje

Antonio Manzini rememora con cariño el día en que leyó el manuscrito de la primera novela del comisario italiano, al cual coloca junto a Maigret, Poirot y otros grandes detectives de la literatura.

Querido Andrea: Yo todavía no cumplía los treinta años y tú ya tenías setenta cuando, una tarde, en la sala de tu casa, con la hornilla encendida en la que hervían hojas aromáticas para disimular el humo de tus cigarros Multifilter, me dijiste: “Escribí un libro. Otro. Este tiene a un policía como protagonista que se llama como el escritor de Barcelona, pero lo italianicé”. ¿Quién, Montalbán? “Sí. Se llama Montalbano. Salvo”. ¿Es un emigrante?, te pregunté, porque estábamos hablando acerca de esto, de Los emigrantes de Slawomir Mrozek, habíamos montado un espectáculo, ¿te acuerdas? En un teatro que no existía y que tú mandaste erigir para Tullio y para mí. ¿Y desde cuándo los actores se construyen sus teatros? “Desde que no se tienen teatros”, respondiste a eso. No entiendo, Andrea, ¿Montalbano es español? “¡Qué monserga!”, dijiste. “¿Enloqueciste de repente? Solo italianicé un nombre”. Luego, te dirigiste a tu cuartito, en donde a duras penas entraba la mesita con la máquina de escribir. Saliste poco después con un block de hojas A4 en la mano y me dijiste: “Sostén el atril”. ¿Pero, es como Maigret? “¡Qué monserga!”, dijiste, “ya deja de hablar e intenta leerlo”. Sí, señor. ¿Pero, por qué yo? ¿Ni siquiera tengo treinta años? ¿Por qué no lo lee uno de tus amigos de mucho mejor nivel cultural? “Están muertos”, me respondiste. ¿Pero, a quién se lo darías? ¿A esa señora que encontraste cuando representamos a Mayakovski en Palermo? “Qué monserga. Si hubiera sabido que iba a sufrir un interrogatorio policiaco mejor no te decía nada. ¿Quieres leerlo o no?”. Y cogí el paquete. Son muchas páginas. “¿Te asustan?”, me dijiste. No, lo que me asusta es que Rosetta me encuentre todavía aquí a la hora de la cena, y me vaya dando una tunda hasta llegar a Viale Mazzini. “Tú lee, que para cuando llegue la hora de la cena ya habrás terminado”.

Era un reto, Andrea. Era todo un reto el que me habías lanzado. Pero no para mí como lector, sino para ti como escritor. Si este idiota lo termina antes de la cena, el libro camina, habías pensado; si no lo logra, tengo que volver a revisarlo. Y así, sentado en el sillón junto a la hornilla con la pequeña tetera encima y las hojas flotando adentro, comencé. “La luz del amanecer no se filtraba en el patio del Splendor”, que a mí me pareció un verso, no el íncipit de una novela. No recuerdo a dónde te habías ido, Andrea, ni si afuera había luz o ya había oscurecido, no recuerdo si habías cambiado las hojas y el agua de la tetera sobre la hornilla. Si te habías bebido una cerveza o te habías ido a escribir algo en la Olivetti. ¿O ya tenías una IBM eléctrica? Quizá le habías llamado por teléfono a alguien, o te habías ido a la cocina a platicar con Rosetta. En cambio, yo recuerdo en dónde me encontraba. Yo estaba en Vigàta. Que no existía, pero intuía que le daba un cierto parecido a Porto Empedocle y que aquellas eran sus calles y acaso era el palacio municipal, aquel con sus cuatro columnas, del que me habías contado que te quedabas mirándolo cuando eras niño, con ganas de irte lejos, a Roma, a hacer teatro; y que te habías prometido que solamente regresarías a Porto Empedocle cuando te hubieras olvidado de cuántas columnas tenía el ayuntamiento. Yo estaba con Luparello, al que habían encontrado entre la basura y la inmundicia que recogían los hombres del servicio de limpia; estaba yo con Fazio y Augello; estaba con Livia en Génova; y con Montelusa y Gallo y Galluzzo. Y estaba yo con Salvo. Con su bigote y su pelo alborotado, hombres de ley en la Sicilia que te habías inventado y que era más real que la verdadera. No recuerdo si me mirabas mientras leía o si tú también te habías puesto a leer un libro en el sofá. Todavía conservo una foto de los dos sentados en ese sofá leyendo a saber qué libro. Seguramente de teatro. Tú estás fumando, yo miro la página y parece que estoy esperando una decisión tuya. No recuerdo si me has dejado solo en la habitación, Andrea, no recuerdo nada. Hasta que Salvo, ya lo llamaba Salvo, tiene que enfrentarse a Anna, que había visto a Ingrid semidesnuda sobre la cama y le dice: “¿Y tú eres un hombre honesto?”. “No, no lo soy. Pero no por lo que piensas”. Y abajo estaba escrito FIN.

Así que levanté la vista y allí estabas, junto a la ventana. Y me observabas. Tenías un vaso de cerveza en la mano y el humo del cigarrillo te tapaba la mitad de la cara. “¿Y bien? ¿Qué me cuentas?”. ¿Y qué se suponía que te debía decir, Andrea? Esas hojas A4 me pesaban como plomo sobre las rodillas. De haber sabido que tendría entre mis manos un Enola Gay, enseguida me habría tomado una foto. Habría pasado a la historia. Era el primer libro de este tipo, de este comisario con el apellido robado a un escritor que me habías enseñado a amar. Un policía que… “Los pensamientos que te vinieron a la mente, omu di liggi (hombres de ley), son exactamente los mismos que me vinieron a la mente, omu di delinquenza (criminales). Y tú solo querías ver si se conformaban, ¿eh, Salvù?”. Yo entendía tu lengua, porque con esa lengua me hablabas, Andrea. “También prende un cigarrillo, Anto’, así me cuentas”. ¿Y qué se supone que debía decirte? Tengo que retomar fuerzas. Me encendí un cigarrillo. No un Multifilter, yo fumaba Camel. Te dije que, según yo, este libro era una revolución, y que tú lo habías logrado usando la narración más clásica, utilizando el género que los quisquillosos linneanos consideraban un género literario de segunda categoría. Lo alto y lo bajo, confundiéndose, dando volteretas, como tu libro, Andrea, que te hace reír, pero también pensar, y que quieres seguir leyendo hasta quedar sin aliento y sin dientes.

¿Andrea, pero la gente entenderá este dialecto? Tú te reíste, ¿te acuerdas? “Los sicilianos lo entienden, además, ¿quién tendría que leer a este tal Montalbano? Anto’, cuéntame”. ¿Y qué te cuento? Maigret, Holmes, Poirot, Montale, Carvalho, todos están en la sala, Andrea, te lo dije, y también te dije que le estaban dando la bienvenida a este hombre con bigote que, me lo habías dicho tú, se parecía un poco a Pietro Germi en el Pasticciaccio. La de Gadda, la película, e incluso el libro fue tema de esa conversación, ¿recuerdas? Así es como me imaginaba a Montalbano, también porque Pietro Germi me recordaba un poco a mi padre. “Si Salvo se parece un poco a tu padre”, me dijiste, “quieres decir que te es familiar. Y esto es muy bueno”.

“¿Entonces, te gustó?”. Y seguías sonriendo con los ojos del Gato de Cheshire o como diablos se llame el de Carroll, con el Multifilter entre los labios. Me gustó, mientras la ceniza de tu cigarrillo caía sobre el brazo del sillón y lo apagabas, consumido a la mitad, en el cenicero. Pero tú lo sabías, Andrea, porque el manuscrito no tenía tachaduras. Ya lo habías pasado en limpio. “No”, me dijiste. “No hay correcciones porque no las hay”. Es decir, tú habías escrito el libro de corrido, porque sabías lo que estabas escribiendo, adónde iban esos personajes de los que nunca habías escuchado hablar antes, por dónde iba la investigación, quién era quién, quién era el culpable, la pista falsa, las mujeres, las armas y los amores. Ya lo sabías, Andrea. Y me mirabas tras tus gafas con ojos risueños mientras la boca que apretaba el cigarrillo seguía seria. “¿Has visto Anto’? Todavía no es hora de cenar”.

¿Y sabes qué decía la dedicatoria de mi ejemplar cuando ya salió publicado?: “Para Antonio, con auténtico afecto. Andrea”. Parece una dedicatoria escrita a la carrera. Pero siempre has sopesado tus palabras, Andrea. En los libros y en la vida. Y dentro de esa autenticidad se concentraba toda nuestra amistad, Andrea. Esta carta solo ha sido una forma de darte las gracias. Ahora y para siempre.

Tuyo

Antonio


Traducción de María Teresa Meneses

Texto tomado de Il Corriere della Sera, 10 de febrero de 2025.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto
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