Estamos en el cuarto piso de la torre Mackenzie del hospital ABC en Observatorio, en la Ciudad de México. Nos sentamos en una pequeña sala de espera, en el consultorio 405. De pronto, detrás de la recepción, se asoma un médico alto con bigote tupido entrecano y una cabellera ya casi blanca con rizos que revolotean y quieren despegar. Nos saluda con una sonrisa afable para advertir que está a punto de recibirnos.
Para los amigos se llama Anchul. Es un nombre que proviene del yiddish y fue elegido para honrar la memoria del hermano de su madre. Cuenta Anchul que sus profesores de español y hebreo decidieron que eso no era un nombre sino un apodo. Así, el maestro de hebreo decidió llamarlo Mijael. Por su parte, el maestro de primero de primaria de español, al saber por la Biblia que Mijael tenía la connotación de protector del pueblo, decidió llamarle Ángel. Así, decía Anchul con humor, que tuvo la gracia de ser tres personas en una sola. Pero eso no se quedó ahí. Cuando al finalizar la primaria un maestro de español revisó su acta de nacimiento, le dijo: “Es usted un mentiroso. No se llama Ángel, sus nombres son Arnoldo Samuel”. Estamos hablando ya de cuatro personas. Sin embargo, había algo más. Cuando lo mandaba a buscar, algún director preguntaba: “¿Dónde está Kraus?”

Sin duda, esto invita a pensar en la complejidad que nos habita y ahora esas cinco personas estaban frente a mí en su consultorio, rodeado de regalos de sus pacientes y de artesanías mexicanas colgadas en las paredes entre coloridas mariposas y pequeños peces y soles de latón. En un austero mueble de madera se acumulaban varios libros.
Anchul atendía a una parte importante de la familia. Acompañó fraternalmente la vida de mi suegro hasta su fallecimiento, a mi suegra y a mi esposa. Conocía a toda la tribu, a los hermanos, a mis hijos, al círculo de amigos comunes. Mi esposa confiaba en su diagnóstico inteligente, certero y sereno. También fue mi médico. Esther me dijo que era importante tener un médico que estuviera al tanto de nuestros problemas de salud y no nada más de un solo padecimiento. Como decía el doctor Oliver Sacks —uno de los autores favoritos de Anchul—: tenía que verse al paciente como una narrativa integral, como una historia de vida. Y por eso ahí estaba con Anchul platicando durante consultas en las cuales la auscultación no era convencional. Nos poníamos al tanto de cómo iban nuestras vidas, qué estábamos leyendo, recordábamos con nostalgia anécdotas que vivimos con José María Pérez Gay, Carlos Monsiváis o Ruy Pérez Tamayo. Hablábamos de la hondura de las novelas de Amos Oz. La consulta se alargaba hasta que, con una sonrisa infantil, revisaba las notas de la visita previa para hacer seguimiento y realizar, ahora sí, una breve auscultación física. Me encantaba cómo daba la justa proporción a las afecciones. Cuando mi esposa planteaba escenarios que podrían ser complicados para mi salud, Anchul tenía una mirada que, sin dejar de ver el problema, lo ponía todo en perspectiva. Yo salía contento. El doctor trataba de que no nos convirtiéramos en nuestras enfermedades. Eso era tan solo una parte de la novela de nuestras vidas.
Y en la novela de la vida de Anchul —por decirlo así— la historia recurrente fue el acompañamiento a sus pacientes. Sus libros y reflexiones sobre la bioética se centraron en el resguardo de la libertad y la dignidad tanto en la vida como en la muerte. No es por eso extraño que cuando él mismo enfrentó este tránsito lo hiciera desde la empatía de compartir sus reflexiones sobre cómo se vivía ese momento. De esta manera, nos deja un libro póstumo, de próxima publicación, con el título Habitación 412 —la habitación en donde fue internado por una veintena de días al inicio de su enfermedad—, que atestigua y comparte, desde la perspectiva del paciente, lo que devendría en los últimos meses de su vida. Con eso se cierra el círculo. Tiene la prestancia de acompañarnos en el arco completo de su existencia.
Para quien tanto apreció la importancia de la genuina compasión y el alivio del sufrimiento de nuestros semejantes, para quien fue marcado por la tragedia de la pérdida de su familia en el Holocausto, dejo unas palabras que recoge Jorge Semprún cuando ve que su amigo el profesor Maurice Halbwachs se está muriendo de una grave enfermedad en el campo de concentración de Buchenwald. ¿Qué palabras puede decirle Semprún, quien no es creyente? El autor de La escritura o la vida señala que en los ojos de Halbwachs había “una llama de dignidad, de humanidad derrotada aunque incólume”. Describe esos instantes: “Ignorando si podía invocar a algún Dios para acompañar a Maurice Halbwachs, consciente de la necesidad de una oración, no obstante, con un nudo en la garganta, dije en voz alta, tratando de dominarla, de timbrarla como hay que hacerlo, unos versos de Baudelaire. Era lo único que se me ocurría. ‘Oh muerte, vieja capitana, es tiempo de levar el ancla’ ”. En medio del dolor, Halbwachs sonrió. Semprún sintió su mirada fraterna.
Anchul decía que “no todo muere con la muerte. Mucho sobrevive”. Con sus palabras nos abrazamos y abrazamos también a Mijael, al Ángel, a Arnoldo Samuel, a Kraus y al Anchul.
AQ