
¿Quién dijo que no hay música en el infierno? Por supuesto la hay en abundancia, y suena a todas horas a un volumen, digamos, infernal. Valdría aventurar que Satanás se las ingenia para martirizar a los condenados con la canción que en vida más aborrecieron, pero hoy somos legión quienes sabemos que cualquier música, incluso la que amamos, puede hacernos odiar y maldecir no sólo su tonada, sino hasta el mismo día en que nacimos, si es que se nos aplica por la fuerza, sin límite y saturada de ruido ambiental.
Por alguna razón, seguramente amiga del condicionamiento pavloviano, en los comercios nunca falta la música. Uno se desentiende de su prisa, así como de ciertas preocupaciones, una vez que se deja llevar por algún sonsonete redundante y se concentra al fin en lo trascendental, que sería no dejar de comprar. Habría que preguntarse qué opinan los empleados del supermercado sobre los villancicos que muy pronto tendrán que resistir por dos meses seguidos, a lo largo de todo su turno de trabajo. Yo en su lugar saldría de la chamba resuelto a estrangular al primer Santa Claus que se cruzara.
Me queda la impresión de que la enfermedad ha ido extendiéndose hasta abarcar toda la vida pública, incluso la de los vacacionistas. Pues si antaño, en la playa, nunca faltaba algún oligofrénico decidido a asestar su escándalo de mierda a la totalidad de los bañistas, hoy estos son en tal modo frecuentes que pocas son las veces en que sobrellevamos menos de tres tonadas simultáneas. Y de muy poco sirve escapar a la alberca del hotel, si allí también se escucha música espantosa, no pocas veces contrapunteada por las bocinas de este o aquella huésped. ¿Y no es cierto que en lobby y restaurante la música indeseada se entroniza mañana, tarde y noche?
De más está decir que el sonido es de baja calidad, con frecuencia estridente y a ser posible de pésimo gusto –asumiendo que el gusto, como tal, tenga el mínimo rol en tal atrocidad–. Sumemos esto al griterío imperante y obtendremos un masacote sonoro que en teoría lubrica nuestros ánimos y en realidad contribuye a aturdirnos, de modo que al volver a nuestros aposentos nos acometerá un hambre de silencio fronteriza con la misantropía. “A la gente le gusta”, habrá quien diga, con esa propensión que tiene el mercachifle a llenar los vacíos con cualquier inmundicia.
Hace ya mucho tiempo se perdió la bonita costumbre de juntarse a escuchar un nuevo disco. La palabra, de hecho, suena antediluviana, así se trate de un disco compacto o alguno de los nuevos de vinil. Más que nunca, la música ha sido reducida al triste papelito de comparsa. Si alguna vez fungió como protagonista, hoy con trabajos se disfruta en secreto, empleando unos audífonos que cancelan el ruido circundante, a menudo no tanto porque así lo deseemos, como para escapar a alguna barahúnda cuyo suplicio se ha hecho insoportable.
No es ajeno a este horror el descenso en los precios de las bocinas. Cada día se pagan menos pesos por watt y ya no falta mucho para que sean centavos. No hace falta gastar un dineral para poseer un par de bocinas gigantes, sobre todo si el alto decibelaje importa mucho más que la fidelidad. Se entiende, y es muy sano, que numerosos adolescentes se sientan complacidos y reafirmados por imponer su ley sonora al vecindario; lo raro es que sean tantos los escuchas ávidos de estirar la pubertad hasta los cuarenta años, por lo menos.
Detesto este papel de cascarrabias, pero pasa a menudo que el ruidero procaz y omnipresente me arrebata la gloria de gozar de la música, y me niego a ayudar a abaratarla. Si me ven por ahí, soy aquel aguafiestas con la vista perdida y los audífonos a manera de prótesis. Como los héroes de Astérix el Galo, resistiré ahora y siempre al invasor.