Sociedad

Wilco y el 'soundtrack' de las cefaleas en racimo

Me preguntaron sobre algún recuerdo consistente de la pandemia. Lo primero que se me vino a la mente fue la crisis por el oxígeno. Estábamos en la distopía del covid-19 y de las cosas que más escasearon es el oxígeno.

Pero vayamos un poco antes. En la pandemia escuché mucho a Wilco. No tengo las horas de vuelo sónico suficientes como para proclamarme fan de Wilco. Después del Sky Blue Sky, fue una banda que se difuminó de mi horizonte frente a las novedades del momento. Andaba yo muy encandilado con cosas como M83, M.I.A., LCD Soundsystem, los Babyshambles, Chiquita Violenta, todos los artistas del sello alemán Morr Music, que de pronto el post folk existencialista y alternativo de Wilco dejó de atraparme.

Lo que es un hecho, es que su álbum de 2004 A ghost is born, para mí el mejor de su discografía, me lo sé de memoria. Lo compré como al año y medio de su lanzamiento oficial, pues de algún modo insufriblemente nerd, quería que no me agarrara por sorpresa. Así que me propuse escuchar su trabajo previo y comprobar con mis propios oídos, que tan cierto era eso de que los Wilco eran la supuesta respuesta gringa al futurismo progresivo de Radiohead, como los habían descrito en una revista Spin.

Fue por esa época en la que a marchas forzadas y con las jugosas propinas de mi oficio de mesero armaba la discografía de Wilco y que escuchaba después de quitarme al mandil a eso de las tres de la madrugada, que empecé a tener mis primeros dolores de cabeza. Un diabólico malestar que arrancaba como una especie de repentina sinusitis que solo se manifestaba del lado izquierdo de mi cabeza. En poco menos de una hora, lo constipado mutaba a una especie de sacacorchos de acero y púas que tras perforar la nariz, seguía triturando todo mi lóbulo izquierdo y hasta el cuello. Conforme el maldito sacacorchos mental magullaba la masa encefálica, mi ojo izquierdo se inflaba de sangre y lágrimas mientras el párpado, también izquierdo, caía a causa de una dolorosa fuera de gravedad, más pesada que mi voluntad. La primera vez sentí que estaba en la antesala de un derrame cerebral. Conforme la cefalea se intensificaba, juro que podía sentir las neuronas latir cada que el sacacorchos mental daba una vuelta más y percibir un inexistente olor a oxidado. Mal pedo, sacaste las migrañas de tu padre, me dijo mi mamá. Pero según recuerdo, cada que mi padre decía ser atacado por una migraña, solía recostarse en una posición de horizontalidad narcótica, con un antifaz en los ojos, el cuarto a oscuras y una dictadura de silencio que teníamos estrictamente prohibido profanar. Mi caso no era ese. Si me posicionaba quieto y supino como mi padre, el dolor pulsátil ascendía a niveles suicidas. Era ese mismo taladro pulsátil el que me obligaba a retorcerme como un gusano con sal, a dar vueltas por la habitación sudando en seco con la adrenalina atorada en el pecho, gritar y pegar puñetazos en la almohada. Luego vino el desgastante bajón. Un impreciso relajamiento tras tensar los músculos de todo el cuerpo como una forma de manifestar una defensa física a un fantasmagórico dolor cerebral, capaz de llevarte voluntariamente a proyectar tu cabeza contra la pared para acaso distraerme del monstruoso y abstracto dolor de cabeza al interior de mi cerebro. Y al final, un agotamiento emocional que terminar por hallar su lugar en la depresión.

Para cuando por fin compré el mejor álbum de Wilco, las migrañas ya habían echado raíces en mi hipotálamo con su propio y misterioso reloj biológico: los dolores se hacían insoportablemente constantes en un lapso de un par de semanas para luego desaparecer por completo durante varios meses hasta que el psicópata del sacacorchos se le ocurría salir de su escondite. Y las crisis no cruzaban el umbral de las cuatro horas, a diferencia de mi padre, quien dice que los dolores de migraña llegan a durarles días. A ghost is born me acompañó en ese fatídico proceso de autodescubrimiento. El peor de todos. Las canciones parecían amalgamar con el proceso gradual de mis migrañas. Sobre todo los tracks, At Least That's What You Said y Spiders (Kidsmoke) que recreaban musicalmente, la inquietud sensitiva, que antecede a una crisis de migraña, el punzante clímax y la inexplicable tristeza tras superar el dolor sin desmayarte. El pavor de tener macabramente grabado el pulso del dolor en tu cerebro que inevitablemente viene a hacer de tu miserable un infierno de cuatro horas. Las notas no son catárticas, porque mis migrañas no lo eran. Se trata de un dolor desesperante y filoso. En especial las notas musicales de Spiders (Kidsmoke) bien podrían ser el resultado gráfico de un electrocardiograma en una crisis de migrañas, que en mi caso, fueron diagnosticadas como Síndrome de Horton o Cefálea en racimos. También conocida como la cefalea suicida. Y la letra de esa canción, como las del resto del álbum, son reflexiones sobre la aturdida soledad de un padecimiento como el Horton, donde ni el abrazo más fraterno puede rescatarte de tu infierno privado. El mismo nombre es, para mí, la descripción perfecta de las cefaleas en racimo: un fantasma que nace, un fantasma con un sacacorchos psicópata que sale de un huevo para torturar tu existencia con el mismo rigor rítmico que un metrónomo.

Cuando el escritor Víctor Lenore me dijo que Jeff Tweedy, el vocalista de Wilco padecía de las mismas migrañas, micicatera relación con A ghost is born cobró toda lógica funcional. Después, gracias a la raza de Sexto Piso, pude entrevistar a Tweedy previo a su concierto en el Teatro Metropólitan en enero de este año, donde pude confirmar mis sospechas médicas alrededor de A ghost is born y buena parte de la charla reparaba en dinámicas de terapia de grupo sobre medicamentos y tips por si te agarra una crisis de Horton en la calle.

Porque lo más efectivo para abortar una crisis de Horton sin tener que soportar las cuatro horas de rigurosa tortura (básicamente lo que dura en hacer efecto las pastillas como los triptanes) es inhalar oxígeno puro en un lapso de 10 a 15 minutos. El efecto de sentir como el dolor disminuye su martirio de fantasma metálico bajo la mascarilla de oxígeno es tan gratificante como cuando el ecstasy llega el punto de ebullición y cualquier beso bigotón te sabe a caramelo y al mejor orgasmo de tu vida.

Ahora que el fantasma volvió a nacer, noté que mi oxígeno se me había agotado. Sus precios al público mortal han subido al doble o triple. Pensé que quizás haya personas que lo necesitan más que yo, que llevo poco más de diez años, padeciendo el racimo en un periodo de dos veces al año. Debería estar acostumbrado. Pero es inhumano habituarse a una tortura como la de la cefalea en racimos. Tuve que ir a la sala de urgencias de un hospital privado a unas cuantas cuadras de mi casa para pedirles que me pusieran oxígeno, pues según yo, el dolor no cedía. En lo que trataba de explicarle a la doctora de guardia mi padecimiento pues se resistía a colocarme la mascarilla solo porque sí, la cefalea disminuyó por su propia cuenta. Lo precario del sistema de salud nacional al irrumpir la nueva pandemia, también tiene consecuencia en el resto de los padecimientos. Y los nuevos efectos de la salud mental, con todos los obsesivos efectos laterales del encierro y que pocos parecen tener a la vista. Las obsesiones no son tan tóxicas como aseguran. Ahora que empecé el tratamiento preventivo, llevo escuchando en A ghost is born en un loop insaciable. Parece que voy encontrando ese mito de la estabilidad. La melomanía puede salvarnos.

Wenceslao Bruciaga


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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