Cuando el hashtag feminista #Miprimeracoso arrolló como trending topic hará cosa de unos cuatro años, un performancero propuso, urgido como quien ve escapar el último vagón del Metro a la medianoche, que los gays viralizáramos nuestros propios testimonios de persecución bajo la inútil propuesta de #Laprimeravezquemedijeronputo.
Reté al performancero a que mejor promoviéramos algo así como La primera vez que le partí la madre a un homofóbico, exprimirle algo de valor a nuestra frágil biología masculina, romper vidrios, amedrentar iglesias, saquear tiendas de suplementos alimenticios o voltear patrullas por cada gay, lesbiana o trans asesinado. Fui acusado de incitar a la violencia haciendo uso de mi hipermasculinidad tóxica. No lo niego. Aunque la sobreexplotación del victimismo gay me parece igual de tóxico, más cuando pretende combatir la homofobia con el patrocinio de marcas o corporativos incluyentes. Quizás por eso el vandalismo no es opción. Sería como romper las puertas de vidrio del dueño que nos da de comer inclusión, a cambio de la capacidad de nuestros salarios.
La más reciente delación sobre el impacto de la palabra puto se dio bajo estas circunstancias de victimismo cómodamente consumista. Una especie de celebridad en las redes sociales abrió la discusión sobre su significado en diferentes regiones de Latinoamérica y Estados Unidos, y no pocos homosexuales respondieron que aquello era promover la homofobia con desfachatez.
La homofobia, la más carnicera, acecha sin necesidad de palabras hirientes. Si se hace uso de la paciencia, que puede mutar en zozobra, es fácil descubrir que la transmisión del dichoso influencer venido a celebridad generacional es un pellizco en comparación con los otros canales a los que conduce su algoritmo de YouTube, alarmantes videos de hombres y mujeres mayoritariamente atractivos provenientes de los más variados acentos hispanoamericanos, que recitan escalofriantes monólogos contra la libertad del colectivo Lgbttti, incitan a no permitir que dominemos el mundo entre sonsonetes encantadores, risas amenas y cientos de frases bibliográficas. Es desesperante darse cuenta que se chutan más libros de autores gays que los mismos gays, sobre todo los activistas de última generación, para luego regurgitarlos en nuestra contra. Nos incriminan con nuestras propias narrativas, mientras la palabra puto brilla por su maliciosa, pero sagaz ausencia.
“Puto es lo que escucha un homosexual antes de ser víctima de un crimen de odio por homofobia”, repiten en un bucle que en su desgaste, trivializan la realidad, reduciendo la homofobia a un sofisma baladí en el que no queda claro si se pelea por la dignidad homosexual o mantener el colchón de la zona de confort bien esponjado, razón por la cual no detectan a estos youtubers de fascista derecha disfrazados de sensatez relajada, cuyos seguidores y likes aumentan por miles.
Recuerdo haberle arruinado su narcisista invitación al performancero, diciéndole que si el hashtag era demasiado largo, al menos en el twitter de aquel entonces, como para contener las experiencias personales entendidas como denuncia. Que mejor dejara los chorizos lingüísticos para algo más pornográfico. Me encabronó su oportunismo carente de conciencia y responsabilidad de coraje propio. Aunque las experiencias de acoso, en el caso de las mujeres, y los gritos de puto a homosexuales puedan tener semejanzas en la superficie, lo cierto es que las secuelas del acoso no son comparables con los gritos de puto.
Seamos cruelmente honestos, ¿cuántas veces hemos utilizado la palabra puto en nuestros ambientes y el infecto brío de la privacidad o los cuartos oscuros? Para mí, esa es la despiadada y radical diferencia. Cierto como dijeron algunos activistas y personalidades gays, que los putos tenemos derecho a la apropiación de las palabras homofóbicas en un reflejo límite de reivindicación identitaria, como nigga a los afroamericanos.
Desde luego, quienes cometieron la analogía, no repararon en la característica de que los niggas no se quedan cruzados de brazos cuando sienten que alguien rompe ese pacto semántico fuera de sus propias reglas: vandalizan trozos de canciones blancas, dándoles forma de samplers sobre las que rapean frías rimas que describen la marginación, machismo, sobrevivencia, armas y muerte que los rodean sin pedir perdón a nadie: “Si no estás de acuerdo con los afroamericanos viviendo en los Estados Unidos no hay más de que hablar; si no estás deprimido por los que sufren el Apartheid en Sudáfrica vete a la mierda. Maldita sea, lo que necesitas es poner algo de funk es ese culo, hacerte a un lado y dejar que nosotros los africanos y nuestros hermanos intervengamos”, rapea Dr. Dre en “The day the niggaz took over”, el track 4 de su legendario álbum debut de 1992 The Chronic, ¿cuántas canciones consideradas gays emulan la confrontación de Dr. Dre? ¿Cuándo Alaska, Danna Paola o Lady Gaga se la hacen de pedo a la homofobia?
Cuando el hip-hop no es suficiente y el hostigamiento extremo lo amerita, los niggas rompen vidrios y queman autos, como fueron los disturbios tras los racistas casos de Rodney King o Trayvon Martin. Equivalente a la gloriosa estela de grafitis rosas en las protestas contra los feminicidios.
Twitter: @distorsiongay