Pasadas dos horas y media y seguía hablando del ex. Di un sorbo a la cerveza dócil, convencido de que no habría más que eso, lamentos, actualizaciones y cervezas, aunque yo le ganara en cantidad y desapego. No teníamos mucho de no vernos, aun así me llamó la atención que de la nada empezara a mandar mensajes y por su avatar de la aplicación vi que le habían salido el doble de canas y respondí más por conveniencia erótica que por el interés de las chelas.
Quedamos el mismo día que los Death Cab for Cutie lanzaron su noveno álbum de estudio, Thank for you today. Supe de ellos por el sticker sobre el envoltorio del único lanzamiento de The Postal Service: Give up. Desde entonces generé un apego a su melódica manía de comprender el mundo tras la eufórica ansiedad que generó el nuevo milenio. Tenían algo así como un instinto emo e inmaduro, pero yo lo interpretaba como un procesador de sentimientos que paliaban la intensidad gay sin tanto clímax, dramático; eran tiempos en que lo indie tenía sentido y el sonido de los Death me sonaba más honesto que intencionalmente ególatra. El problema, para mí, es que interpretaron los halagos como una obligación, aquellos que los ponían como ejemplo a seguir de lo que significaba ser indie y empezaron a repetir su sonido en una clave tan comodina que me decepcionaron. Sin mencionar todos sus clones. Me harté de ellos.
En fin, que en realidad quería hablar y hablar de su ex, de cuánto lo extrañaba y por lo visto yo era el único disponible. Caí en la trampa. Rememoraba una y otra vez la relación como un veinteañero que lee a Goethe cuando ya le pegaba a los 55, se lo dije subrayando que no me lo tomara a mal. Los homosexuales no tenemos remedio, nos tomamos muy en serio la sensación de pérdida. Ni siquiera he superado ese impulso de desahogo urgente. Pasa que conforme envejezco, más o menos he aprendido a economizar la aflicción, desahogar solo lo suficiente para no hartar. Total, por más que lo repita no desaparecerá ese hueco doloroso, así que mejor hacerle frente de la forma que mejor funcione.
Dijo que extrañarlo le oprimía tanto el pecho, que ya había agendado cita con su terapeuta. Fue cuando me reí insolente.
La psicología no es para mí. Las poquísimas veces que fui a terapia terminaba hablando de libros de Camus y Henry Rollins, y de cómo las películas de Hal Hartley, sobre todo Amateur, me ofrecían más opciones de salidas o soluciones según los adeptos a la autoayuda, que cuando me desparramaba sobre aquel diván atascado de cojines el que desahogaba mis angustias al profesionista de la mente, un desconocido, básicamente, a cambio de cientos de pesos que bien pude gastar en pornografía y poppers alemanes. El alcoholismo me ha ensañado que no hay mejor terapeuta que aquel cantinero resignado, viejo y hetero, tantas horas y años de servir tragos a necios lo han entrenado para fingir que escucha con la mirada atenta en tus miserias, pero al final, cuando pides la cuenta, de un modo sensato y cortante, suele servirte un par de sabios y sencillos consejos que nada tiene que ver con lo que quieres escuchar. ¿Acaso puede haber mejor terapia que hablar de ti mismo mientras te hundes en una ronda de cervezas? Wittgenstein creía que la terapia era una pérdida de tiempo: “Es algo que las gentes se inclinan a aceptar y que les haces más fácil seguir ciertos caminos: hace que ciertos modos de conducta y pensamiento les resulten naturales. Han abandonado un modo de aceptar y han adoptado otro”, dice el filósofo austriaco en sus Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia religiosa.
Debo decir que desde entonces no he parada de escuchar el Thank for you today, en el que volvieron a interpretar ese grado de inmadurez pop que me tumba. En Golden Rush cantan: “Please don’t change” como diciéndonos el bato de 55 y a mí que al final, y aunque estuviéramos condenados a un estado de adolescencia eterna, no lo hemos hecho tan mal. De pronto leo a jóvenes gays de 20 años hablar con entusiasmo de la monogamia y las relaciones con más detergente y maratones de RuPaul’s Drag Race que perversiones, y me recuerdan a los hermanos y primos de mi abuela cuando se chutaban los maratones de Pedro Infante y Enrique Rambal.
Twitter: @distorsiongay
Terapia
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Wenceslao Bruciaga
Monterrey /