Sociedad

San Francisco en un lunes sin inmigrantes

El lunes 3 de febrero fue un día brillante y frío. Soleado, taciturno, algo triste. Vacío.

Suponía un día laboral más. El que arranca la semana. El más importante e insoportablemente godínez en el slang mexicano.

Sé que es lunes, porque los ruidos de la casa en reconstrucción a dos casas de donde vivo empiezan a sonorizar la muy tranquila calle Worth con su orquesta industrial de taladros y martillos sobre ecos de triplays desde las ocho de la mañana. Dicen que el dueño murió sin que nadie se diera cuenta. Vivía solo en ese hogar que parecía abandonado por lo omiso del jardín y las fachadas a punto de venirse abajo. Algún agente de bienes raíces con el colmillo sin alma aprovechó para comprarla a precio improbable, reconstruirla y revenderla a algún empleado de Apple tan aburrido como para comprarla con dinero en efectivo. Quizás la razón principal por la que San Francisco se está convirtiendo en una ciudad estéril.

Eran las once de la mañana y la casa en reconstrucción seguía en silencio.

El lunes de 3 febrero, organizaciones convocaron la protesta bautizada como A Day Without Inmigrants. Un día en los que inmigrantes, sin documentos o regularizados, detendrían todas sus actividades cotidianas: sin trabajo, sin compras, sin escuela. Los trabajadores de la casa en Worth, como en la mayoría de las construcciones en el Área de la Bahía, son mexicanos, latinos, hispanos.

El edificio de apartamentos en la calle 24 entre Douglas y Diamond, que se encuentra en remodelación después de una advertencia de peligro por terremotos, también lucía abandonada. Sin inmigrantes no hay hogares en San Francisco. Sin inmigrantes y un par de millones de dólares. Es caro vivir aquí.

Colina abajo, la calle 24 desemboca en el corazón de Mission, o La Misión, el barrio latino de San Francisco que vio nacer los primeros riffs de Carlos Santana en la edad de oro hippie de la ciudad. Debo confesar con remordimiento, fue un alivio caminar por la banqueta sin el tráfico de carriolas que parecen más complicadas que la nave espacial Dragon en donde se encuentran atrapados los astronautas que no pueden volver a la tierra. Esas carriolas suelen ocupar más de la mitad de la banqueta. Obstruyen todos los pasillos del autobús 35 de por sí estrechos. Las pocas carriolas que aparecieron esporádicamente eran empujadas por mujeres blancas de cuerpos torneados y gafas de sol costosas.

En los Estados Unidos no existen las colonias que delimiten los espacios. Por lo que se puede decir que La Misión empieza en la calle Valencia. Me detuve en la panadería Arizmendi para comprar un par de chocolatines recién hechos. Arizmendi es una cooperativa en la que en teoría los trabajadores son también los dueños con muchos latinos entre ellos. El lunes 3 de febrero solo había tres socios blancos, dos haciendo pan y pizzas, y uno más cobrando y haciendo café.

A excepción del barullo de comercio informal y sus productos robados, champús, jabones, cargadores, papitas, zapatos, iPhones, de la calle Mission con la 24, afuera de la estación del tren subterráneo que aquí se llama BART (Bay Area Rapid Transit). La Misión estaba despejada y apacible, con la incertidumbre a la vuelta de la esquina. La calma antes de una posible tormenta de deportaciones.

Famosas tiendas de regalos como Luz de Luna y Discodélica, la tienda de viniles especializadas en ritmos latinos, cerraron sus puertas. Sobre las rejas que protege los escaparates pegaron los carteles de A Day Without Inmigrants. También cerraron las panaderías estilo chilango, la tortillería La Palma y The Napper Candy, el bar que siempre me dio la impresión de ser un refugio de blancos arrogantes en medio de un barrio que huele a garnachas, pupusas y cumbia a todo volumen. Me encontré con tres tipos que bebían latas de Tecate afuera del The Napper Candy con la puerta cerrada. Me dijeron salud. “¿Qué haciendo?”, les pregunté. Me contestaron que desafiando a La Migra: “Si me van a deportar, que me arresten pedo”.

¿Por qué habrían de amonestarlos? No eran los únicos quebrando la ley. En la acera de enfrente un indigente caminaba con las nalgas de fuera también con una lata de cerveza. El regreso de Donald Trump ha cambiado la narrativa de la inmigración. Ser inmigrante es lo de menos. Parecer inmigrante es los más peligroso al día de hoy. No es un problema de documentos. Es un perfilamiento racial. Si la migra te ve prieto te preguntará por tus papeles o te pondrá las esposas.

Lo único abierto en el barrio de La Misión son los salones de uñas atendidos mayoritariamente por gente no morena.

Por el momento San Francisco se ha manifestado en contra de las redadas contra inmigrantes, pero tampoco tiene mucho poder frente al despliegue federal.

Tuve hambre. El único restaurante abierto de la calle 24 era la Torta Gorda. Me pedí una de carnitas. Usualmente es un lugar a reventar de latinos que vienen a echarse un taco en medio de las rudas jornadas laborales. Pero este lunes solo hay gringos comiendo burritos. El estrés antiinmigrantes de Trump es fastidiosamente cotidiano. Se mete por la ventana y empolva la mesa. También es cierto que no soy un santo. El apodo de la güila de Coahuila me lo gané a pulso y sigo por la labor.

De regreso a la calle Worth las calles se sintieron más desoladas. Algo así como un desbalance urbano. La sensación de que algo faltaba arreciaba conforme el viento caía más helado.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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