Sociedad

La muerte es la reputación: Taylor Hawkins no murió en vano

Escucho el nombre de Taylor Hawkins y lo primero que se me viene a la mente es su momento drag. Cuando se vistió de asistente de vuelo para el video “Learn to fly” del There is nothing to loose de 1999. En algún momento todos los Foo Fighters se maquillaron para la historia, que era una puesta al día de Airplane! –en México conocida como ¿Y dónde está el piloto?–. Pero Hawkins fue quien le dio al tacón. La más sexy de los tres. No solo fue el escote abundante, la precisión de la peluca, la miniceñida a su cintura o esa forma tan insinuante de mascar chicle. Con la dosis de sensualidad artificial necesaria para que la fantasía de la azafata sexy no tuviera falla. Sabía caminar con tacones altos sin que se le tambalearan las piernas. En los noventa, hombres bugas como Hawkins o Dennis Rodman hacían drag sin el vacilante drama ni la toxina de los realitys de hoy.

Hawkins murió en el cuarto de un hotel de Bogotá. En medio de la reciente gira por Latinoamérica y un coctel de opioides, benzodiazepinas, antidepresivos tricíclicos y THC, según un reporte que la Fiscalía General de Colombia filtró con morbo burocrático. Mal necesario con el que las estrellas de rock alcanzan la altura de leyenda. Tenía 50 años, el cabello largo de apariencia grasosa, una familia y una esposa a la que no le agradaba mucho el estudio que Hawkins montó en su casa de California. En una entrevista que dio para la BBC de Londres, contó que su esposa consideraba el estudio como un lugar desordenado, sin espacio para la creación musical. Pero fue el espacio con el que Hawkins siempre soñó cuando decidió convertirse en rockero, con todo el fatuo narcisismo que eso implica en el estrellato. Si bien todos recuerdan al bataco como un tipo nada pedante que sabía reírse de sí mismo sin problemas. Zanjó su destino después de asistir a un concierto de Queen. Después de eso casi no pudo dormir hasta que tuvo un instrumento musical en sus manos.

Quizás la melancolía que produce la muerte de Hawkins se debe a su inevitable lealtad al rock gringo en su consagración de exceso monstruoso. No solo decidió que sería rockero. Como le dijo a la Rolling Stone norteamericana, siempre supo que su figura estaría en el escenario que se monta en los grandes aforos. Tal como lo hacían las baterías que moldearon su estilo, las de bandas como Queen, Rush, Genesis o Van Halen. Bandas a las que odio por cierto. Más que unos poppers malos. Precisamente por su espectacularidad virtuosa poco sofisticada. Pero entiendo perfectamente que ese era su vocación por encima de cualquier valor terrenal. Por eso Hawkins no tuvo pedos existenciales cuando grabó Getthe money, su álbum solista que embutía colaboraciones inusuales como con Chrissie Hynde de los Pretenders; Mark King, impecable bajista de Level 42; Perry Farrell de Jane’s Addiction, además de sus compañeros de Foo Fighters, Pat Smear y el mismo Dave Grohl.

Y eso fue Hawkins. Un bataco que lo dio todo por el rock. Con todo el egoísmo que arrastra la coherencia por nuestras convicciones que también son vicios. Hawkins tuvo que dejar huérfanos de padre a tres hijos e ingerir grandes cantidades de droga para sacar a flote ese gran baterista de los estadios que siempre quiso ser. A pesar de las inseguridades y timidez lo aquejaban como le dijo a la revista Spin. Ya había experimentado con sobredosis en 2001 en Londres para sortear sus angustias de fama y talento. Su muerte es el precio de ser él mismo.

No le entro al rock frugal de Dave Grohl. Pero tampoco lo juzgo. ¿Qué podría hacer Dave Grohl sino una banda ñoña después de una banda tan apegada a su fatalidad como fue Nirvana? Entrañable aunque desarmada. A mi madre le gustan. Los ha visto en un par de ocasiones y ha salido extasiada. Pero la noticia de su muerte se sintió desesperanzada y triste. Si los Foo Fighters suenan pesado es gracias a la precisa barbarie que Hawkins imprimía a la batería. Al talento para golpetear el parche de los tambores con energía apretada y fuerte y sin resonancias que rebotan como piltrafas. Necesario para salvar al rock de moralejas que nadie pide. Por algo lo escogió Alanis Morissette como batería permanente en una de sus giras de promoción del Jagged Little Pill antes de ser parte de los Foo. Para que la reputación de supuesto descaro guitarrero de Alanis no se viera menguada. El rock requiere de dosis de testosterona semidesnuda, como la de Hawkins y todos los músicos que rodeaban a Alanis en esa época, para mantenerlo en saludable estado de fanfarronería. Solo los débiles permitirían que sus canciones fueran utilizadas como partituras para un tedioso musical. Como fue el caso de la misma Alanis después de la puesta en escena de Jagged Little Pill, el cursi musical inspirado en el cancionero de la canadiense. Ojalá Grohl nunca acepte ser parte de un musical con canciones de los Foo Fighters. No me gustan, pero nunca les desearía algo tan malo. Hawkins no murió en vano.

Wenceslao Bruciaga


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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