En un principio, las Sociedades de Convivencia, en el entonces Distrito Federal, estuvieron impulsadas por un sensato motor que pretendía que los gays pudiéramos acceder a derechos que derivaran en facilidades para forjar un estado de bienestar como cualquier buga: seguro médico, adopción, escrituras, pensión, herencias. Conforme la evolución derivó en la figura del matrimonio igualitario, se construyó la idea de que el avance legal podría fungir de arma pacífica contra la homofobia. Si los gays emulábamos esos rituales, que algunos bugas llaman reglas de la vida, quizás la diversidad sexual podría normalizarse. Básicamente la estrategia subliminal insinuaba que el grado de homofobia podría ser proporcional a nuestra capacidad de mimetizarnos con los convencionalismos bugas.
Hacer las compras como cualquier pareja de heteros aburridos parecía buena forma de ganarnos su respeto.
En sus Escritos Corsarios, Pier Paolo Pasolini sentenciaba que todo activismo gay y reaccionario estaba condenado a la derechización si éste germinaba desde perspectivas consumistas-burguesas: “El ciclo se había cumplido. La subcultura del poder ha absorbido la subcultura de la oposición y se la ha apropiado: con diabólica habilidad la ha convertido pacientemente en una moda que, si no puede ser llamada fascista en el sentido clásico de la palabra es, sin embargo, de una «extrema derecha» real”.
La sola idea de que el matrimonio sea la condensación del estado de bienestar para un gay, me resulta comodino y en extremo conservador: “Mientras la reacción destruye primero revolucionariamente (con relación a sí misma) todas las viejas instituciones sociales –familia, cultura, lengua, Iglesia– la reacción segunda (de la cual la primera se sirve temporalmente, para poder desempeñarse al amparo de la lucha de clases), se da para defender estas instituciones de los ataques de los obreros y de los intelectuales. Es así que estos años son de falsa lucha, sobre los viejos temas de la restauración clásica, en los cuales creen todavía tanto sus portadores como sus opositores”, concluye sin piedad Pasolini.
Muchos activistas gays se encabronan cuando escuchan que el matrimonio igualitario es una moda, una forma de obtener derechos mediante dinámicas de linaje consumistas; después, aplauden el progresismo de las tiendas departamentales que exhiben pares de maniquíes masculinos agarrados de la mano vendiendo smokings de miles de pesos, lo mismo las aerolíneas vendiendo paquetes de lunas de miel en costosos resorts y joyerías que muestran carteles de dos hombres perfectos anunciando sus diseños de anillos varoniles bañados en oro y diamantes. Los banquetes para bodas gays son hoy de los negocios más rentables. Luego, vienen esos gays que defienden el matrimonio igualitario como insuperable vía de encajamiento gay en dinámicas de convivencia que siguen la brújula buga, adoptan hijos y apelan al discurso liberal como herramienta de presión para que sus hijos sean bautizados e inscritos en colegios de ideología católica. La lucha gay absorbida por el poder del convencionalismo buga.
La homofobia no ha disminuido como se pensaba. Los actuales activistas insisten en fundir los derechos Lgbttti con temáticas y edredones matrimoniales como si no hubieran pasado más de diez años desde aquella histórica transformación en la legalidad mexicana que significó las Sociedades de Convivencia, invisibilizando a todos esos gays que por diversas razones no contamos con un plan conyugal de monogamia, hipotecas y seguros médicos y herencias y aún así, merecemos de derechos, dejando fuera temas de salud sexual, redactando slogans de libertad dignas de cualquier libro de superación personal.
Hoy día, las marchas del orgullo incluyen contingentes de carriolas vacías, las pancartas ostentan mensajes relacionados con los valores familiares no muy distintos de los que pregonan los conservadores radicales del PAN y el PES y en donde se germina la noción de homofobia que tanto nos jode. Con la única diferencia que el esquema nuclear es conformado por dos personas del mismo sexo.
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