Pocos consensos tan afortunados. Desde las revistas mainstream hasta las páginas que siguen canibalizando lo indie, aunque la categoría ya sea un caldo de huesos. El periodismo cuya fuente son las listas de popularidad. Hasta Substacks de conservadores persignados. Todos coinciden en que “Brat” de Charli XCX es el mejor disco del año. O por lo menos de los mejores. No podría estar más de acuerdo. El repertorio es una cascada de satisfacciones preconcebidas para llenar el vacío existencial de las nuevas generaciones: notas de dance floor para que los homosexuales se quiten las camisetas en ambientes de homoerotismo consensuado y controlado; coros que embrujan como si las notas de autotune fueran sopladas por un Flautista de Hamelín millennial, puentes fáciles de cruzar y de fácil digestión. Letras de hiperrealismo digital.
De hecho, uno de los principales elogios a “Brat” recae en las letras que en su hiperquinesia inofensiva retratan la angustia que provoca el sentimentalismo atravesado por las redes sociales. Mi track favorito, “Sympathies a knife”, relata precisamente la angustia que genera cargar con miles de seguidores demandando optimismo, justicia social pop, entretenimiento e incondicional y extrema solidaridad con minorías: “A menudo, incondicional significa justo lo que no es incondicional. Si se rasca la superficie lo que desprende en efecto es reciprocidad y afecto genuino, pero también cruel misoginia”, escribió Bryan O’Flynn para “The Guardian” en su artículo “They just wanted to silence her’: the dark side of gay stan culture”.
En 2019, un fan religioso perteneciente al sector de la minoría sexual le pidió a Charlie un autógrafo sobre su dispositivo de lavado anal. En las fotos que capturaron el solidario momento, Charli luce un tanto desorientada. Otro le pidió inhalar poppers como muestra de solidaridad con aquellos que la adoran por darles voz.
Los fanáticos de Charli que consideraron el autógrafo sobre el caucho de la ducha anal un paso irrespetuoso fueron acusados de queerfóbicos o algo así. Ella estaba y debía satisfacer las demandas de un grupo atormentado por las humillaciones de los privilegiados, refiriéndose al bando heterosexual. Como lo haría cualquier personalidad que se viera a sí misma de izquierda. Aunque Charlie nunca haya hecho una referencia exacta a su espectro político. Pero como decía Mark Fisher: “Lo que importa es que el posteo era sintomático de un conjunto de actitudes esnob y condescendientes que pareciera estar bien exhibir mientras te describes como alguien de izquierda”.
Los queerfóbicos vivieron un infierno desdoblado en dos realidades, puesto que las acusaciones tenían repercusiones fuera del algoritmo. Que les suspendieran las cuentas era un castigo de tercer año de primaria. La fiscalización de los likes sirvió para que los queerfóbicos y muchos más fueran acusados de cosas terribles como homofóbicos que deseaban la muerte de sodomitas, asesinos de pronombres, nazis, todo ello reducido al adjetivo de facho. Usuarios devenidos en activistas rastreaban a aquellos perfiles que consideraban facho, instaban a sus seguidores a hostigarlos. Provocar ataques de pánico no satisfacía el apetito de escarmiento. Tenían que entender la gravedad de sus desconsiderados comentarios. Aquellos de verdad entregados a la causa investigaban sus sitios laborales mediante la plataforma Linkedin para dar con sus superiores a fin de exigirles su despido y mantener a la empresa limpia de sospechas de nula conciencia de clase, racismo o cualquier acto discriminatorio: “¿Cómo pueden permitir que el nombre de su empresa esté relacionada con tal o cual facho?”, posteaban.
En ese entonces, 2019, el mundo, la industria y su capital estaban del lado progresista. El marketing debía tener una causa social. Nadie quería perder dinero. Así muchos sufrieron de llamadas de atención. Los más afectados perdieron sus trabajos. Mark Fisher llamó a esa persecución de redes sociales abanderada por la justicia social como el Castillo de los Vampiros, especializada en “propagar la culpa”. Un autoritarismo justiciero de buena causa.
Años después Elon Musk compró Twitter modificando las reglas de convivencia para que la libertad de expresión no se viera censurada por el pánico moral de los llamados progresistas. Detrás de tanta palabrería técnica se expedía una licencia para toda clase de conversación abiertamente discriminatoria. Musk donó millones de dólares a la campaña de Trump, quien por su parte utilizó el resentimiento de los acosados por el progresismo para convencerlos de volver a una América funcionalmente racista, homofóbica y transfóbica. Al final, Trump podía decir aquellas incorrecciones que a los mortales de a pie les costaba la intranquilidad social. Hoy Donald Trump es el nuevo presidente y Musk hace el amago de un saludo nazi. Ahora sí, un acto verdaderamente facho.
Si algo queda de manifiesto en “Brat”, es que a pesar de la deshumanización por parte de los seguidores a sus ídolos de redes sociales, Charli no está dispuesta a cerrar sus redes sociales que poco a poco se mueven al espectro conservador. Los justicieros sociales ahora son perseguidos. Las compañías dirigen el consumo a la extrema derecha, su nuevo mercado. Demostrando una vez más que la inclusión es una patraña de marketing en un miserable pasillo de supermercado. Y que la diferencia entre derecha e izquierda al menos en el terreno digital son fantasmas de autoritarismo, pues la única constante es el Castillo de los Vampiros.
Por eso es el disco del año.