Sociedad

El discreto encanto de Rihanna

Mi parte favorita de Rihanna en el Super Bowl fueron los minutos previos a la cortinilla televisiva que era el banderazo al espectáculo del medio tiempo. A diferencia de otros arranques en los que el artista suele hacer una entrada napoleónica, Rihanna esperaba sencilla su turno. Los tiros de cámara apuntaban su rostro sosegado mientras repartían sonrisas a los tramoyistas que apretaban las últimas cuerdas. Lo suyo era una serenidad impenetrable. Ella estaba en su pedo esperando a que el mundo se rindiera a sus pies. He tenido la oportunidad de verla en vivo y confirmo: lo que más disfruto de Rihanna es ese talento de electrificar a su audiencia sin traicionar su cálido distanciamiento. Algo similar al hip-hop, donde los estremecimientos del cantante son relegados, dejando que el pulso humano se aproveche en otros canales de la consola.

Rihanna está en el mismo espectro de personalidad minimalista y críptica de Roisin Murphy o Bryan Ferry, y sus shows con gafas oscuras, o el que dio en el pasado Super Bowl son prueba de ello. Aquellos quienes calificaron su participación en el medio tiempo de aburrida, sobre todo los gays que lo enfatizaron, son los mismos que no hace mucho le pedían a sus estrellas les autografiaran sus bombas para enemas; lloran cuando Gloria Trevi abre la boca o Lady Gaga dice apoyar a las minorías entre efectos especiales y merchandising oficial. Detrás de cada reproche por la falta de espectacularidad en el show de Rihanna se esconde la estridente insatisfacción que les produce saber que a pesar de comprar todos los mandatos de la industria siguen sin poder alienarse a la fracción más convencionalista e inmediata del sistema. No importa el nivel de orgullo o lo diferente que se perciban.

Les exigimos a los iconos gays con la misma histeria que no podemos canalizar para todo aquello que no nos atrevemos a extraer del sistema que nos odia.

Lo del pasado Super Bowl 57 fue una cauta declaración de principios. Ella no cedió a los caprichos del melodrama ni a la aproximación chantajista para generar ese falso consuelo de comunidad. Lady Gaga suele decirnos lo que queremos escuchar en vivo con un histrionismo proporcional a los miles de dólares que suelen costar sus entradas en lugares relevantes. Lo mismo Beyoncé entona discursos interraciales retomando los surcos del primer house de Chicago prensado por International Records o la fundacional Trax Records mientras sus entradas no bajan de los mil dólares. Los conciertos de Rihanna también son caros, pero al menos es honesta con el papel que juega en el mundo del espectáculo. En sus discursos por las utopías de equidad e inclusión no hay destemplanza que apele a la autocompasión miserable. Y eso me fascina y se transmite en sus tracks que exceden al chantaje.

Lo cierto es que aquellas cantantes que hemos elevado a niveles de embajadoras de la causa homosexual son también las que nos elevan a un consumismo salvaje que nos impide enfrentarnos a la crudeza del transporte público. Tenemos que pagarles para que a cambio nos devuelvan frases hechas en algún estudio de grabación sueco sobre arquetipos de tolerancia y motivación que nada tienen que ver con los escupitajos de realidad. Es el costo de la evasión homosexual.

Wenceslao Bruciaga


Google news logo
Síguenos en
Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.