Es común pensar que las lenguas son instrumentos de comunicación, que están hechas con el propósito útil de comunicar. Esto tiene dos consecuencias indeseables. La primera de ellas es que las lenguas que mejor sirven a ese objetivo son mejor valoradas, más prestigiosas y, por lo tanto, más personas quieren aprenderlas y hablarlas como segundas lenguas, y quienes las adquirieron como lenguas maternas no pueden menos que sentirse afortunados.
Este es el caso, por ejemplo, del inglés, considerada “lengua global”, útil para comunicarse en prácticamente cualquier lugar del mundo occidental. En contraste, las lenguas que no “sirven” para comunicarse en ámbitos amplios, como las lenguas indígenas o las lenguas minorizadas, que solo se usan en las comunidades que han resistido para conservarlas, se consideran menos valiosas.
El mercado mundial de la enseñanza del inglés se calcula en más de 70 mil millones de dólares anuales. Dejo a la imaginación del lector cuánto generará la enseñanza de una lengua como el chipileño o el chinanteco. Pensar en las lenguas como herramientas de comunicación justifica la idea de que tienen mayor valor las lenguas que gozan de más ámbitos de uso, y ese valor es cuantificable en términos monetarios en una sociedad para la que prácticamente cualquier bien tiende a considerarse como mercancía.
La segunda consecuencia que tiene la idea de que las lenguas son herramientas de comunicación es que la variación connatural a ellas se considera un fallo, una desventaja y, como refiere el lingüista Michael Swanton, incluso una maldición bíblica: cuando la humanidad desafió a la autoridad divina construyendo una altísima torre en Babilonia, la misma divinidad les castigó haciendo que las personas, que hablaban hasta entonces una única lengua, hablaran repentinamente lenguas distintas, condenándolos así a la confusión y el fracaso. Este relato mitológico sobre el origen de la diversidad lingüística muestra cómo el prejuicio contra ella está enraizado desde la historia antigua. Si pensamos que las lenguas son herramientas de comunicación, pensaremos que lo mejor sería que todos los seres humanos habláramos una sola, y cualquier diversificación se considera una anomalía.
Sin embargo, en contra de nuestras intuiciones preteóricas, la lengua no es una herramienta de comunicación, ni mucho menos un código para ello. La usamos como instrumento de comunicación, sin duda, lo mismo que usamos para comunicar prácticamente todo: la vestimenta, la música, los gestos, los colores, etcétera. Los seres humanos somos capaces de convertir cualquier cosa en un símbolo que comunica.
Somos criaturas que reciben y dan información a partir de una multiplicidad de sistemas semióticos. La lengua es apenas uno de estos sistemas. El más complejo y eficiente, sin duda, pero no el único. La usamos para comunicar, pero no está hecha para ello. Y no todo lo que comunicamos con ella consiste en palabras o signos explícitos.
Una vecina que se acaba de mudar a mi edificio se presenta y me dice que vive en el departamento osho. Yo no la conozco, pero solo con esa palabra sé que creció en algún lugar del noroeste de México. Esa información no me la dio, sino que yo la inferí a partir de su manera de pronunciar como “sh” lo que en el centro de México pronunciamos como “ch”. Ese mínimo rasgo identitario, lejos de entorpecer la comunicación, confiere valiosa información social: sabemos mucho de nuestros interlocutores no a partir de lo que dicen sino de cómo lo dicen, de las palabras regionales que eligen, de cómo las pronuncian, etcétera.
Las lenguas, pues, no son herramientas de comunicación, sino sofisticados sistemas de inferencia que usamos para comunicar, y la comunicación no se basa meramente en codificar y decodificar mensajes, sino en extraer información de todas las posibles claves que nos proporciona tanto lo dicho como lo no dicho.
Ni las lenguas son mercancías ni su diversidad es una falla que debe repararse. Por el contrario, las lenguas —todas las lenguas— son sistemas máximamente complejos pero eficientes que permiten extraer información a partir de otra información. Y los humanos —todos los seres humanos— somos criaturas enormemente inteligentes que sabemos apreciar el valor identitario e informativo de la variación lingüística y no la deploramos como un obstáculo para nuestras interacciones.
