Pocos delitos han sido tan utilizados por la clase política mexicana como el secuestro. No por su incidencia —que por sí sola ya es alarmante—, sino por su capacidad de movilizar emociones, sensibilizar al electorado y convertirse en prueba visible de que se actúa “con firmeza”. Fue, y sigue siendo, un crimen que estremece a la sociedad entera y que, por esa misma razón, se volvió moneda de cambio en el discurso público.
No bastaba con prevenir, investigar o judicializar: había que salir en televisión. Abrazar a una víctima, anunciar una liberación, capturar a un presunto culpable. En algunos casos, eso fue legítimo y justo. En otros, fue una puesta en escena cuidadosamente sugerida por una ex reportera de televisión, decidida a mantener su expertise en áreas tan sensibles como la seguridad pública. Y así, el espectáculo se impuso al debido proceso.
Se diseñaron operativos que coincidían con momentos clave del calendario político, se anunciaron detenciones en horarios estelares, se impulsaron reformas apresuradas tras casos de alto impacto, y se usó el dolor de familias reales como parte de una estrategia de comunicación. No fueron solo actos aislados: fue una cultura política que encontró en el secuestro una vía para construir poder… o para conservarlo.
Y sí, hubo equipos comprometidos, cuerpos de élite y funcionarios que arriesgaron todo por salvar vidas. Pero la narrativa dominante no la dictaban ellos, sino quienes buscaban legitimarse ante la opinión pública. Mientras tanto, muchos policías que sí lograron liberar rehenes fueron perseguidos por errores de forma o por decisiones políticas que los convirtieron en chivos expiatorios. Al mismo tiempo, secuestradores con buenos abogados o aliados influyentes encontraron cómo presentarse como víctimas del sistema.
Los primeros movimientos sociales contra el secuestro, surgidos entre finales de los noventa y principios del nuevo siglo, nacieron del dolor legítimo de familias que buscaban justicia. Y lo consiguieron en muchos casos: lograron visibilidad, reformas, nuevas unidades especializadas. Pero también fueron absorbidos por la lógica del espectáculo. Algunos nombres se volvieron referencia mediática obligada. Y junto con el reclamo auténtico, aparecieron también las dudas, los excesos, los protagonismos.
Pero no fueron solo los políticos. Como sociedad, también fuimos parte de esa lógica. Aplaudimos detenciones sin sentencia, exigimos resultados inmediatos, convertimos la indignación en entretenimiento, y premiamos al que más lloraba frente a la cámara, no al que construía en silencio un caso sólido.
Hoy el secuestro no se ha ido, solo ha cambiado de rostro. Se mantiene en cifras negras, con nuevas formas y víctimas menos visibles. Pero el daño institucional está hecho: víctimas silenciadas, policías encarcelados, criminales libres, y una profunda desconfianza que ni las reformas ni los discursos han logrado reparar.
La lección está ahí, aunque no siempre queramos verla: cuando el crimen se convierte en espectáculo, la justicia se vuelve rehén. Y no solo del sistema, sino también de nuestras decisiones colectivas.
Quizá aún estamos a tiempo de cambiar el guion.