Durante al menos los últimos doce años de mi carrera en el servicio público, despedí a muchos compañeros que se volvieron mis amigos y en más de una ocasión, mis hermanos.
Con el paso del tiempo cada vez fue más difícil lidiar con el sentimiento de pérdida que ello me traía; todavía más cuando antes de poder sentir el pesar de la ausencia, también me invadía el miedo cuándo me tocaría a mí.
¿Cuándo dejaría a mis hijos huérfanos? ¿Cuándo sería el día en el que no regresaría a casa? ¿Qué le dirían a mi familia que no me volvería a ver?
Estos pensamientos me atacaban sin poder sacarlos de mi cabeza al cuestionarme qué pasaría con mis hijos, si terminarían la escuela, cómo superarían la difícil situación de crecer sin su padre asesinado, cómo la pasaría mi mamá y quién la cuidaría en su vejez.
Después de mi propio luto, dejaba de proyectarme y recuperaba la visión objetiva de la realidad para ver a los padres, parejas e hijos de quienes habían perdido la vida.
Como regla autoimpuesta, decidí tratarles como si fuera mi propia madre y mis propios hijos. Procuré hacerles más fácil el trance con los medios que disponía en ese momento, siempre pensando que el día que fuera mi turno, ojalá así trataran a los míos.
Reflexionaba que si las condiciones de mis restos no eran adecuadas, ojalá alguien con autoridad evitara que mi familia los viera, aunque ello significara un pleito con los deudos; sabía que si la situación de mi muerte era terrible, no quería que la insistencia les atormentara con detalles que luego son difíciles de olvidar.
No siempre lo hice tan bien como hubiera querido. Me arrepiento de casos en los que no pude atender personalmente a las familias, ya fuera por trabajo urgente o porque busqué la oportunidad de no seguir viendo a las familias, no solo por la tristeza de perder alguien y más aún en las condiciones en las que se pierde la vida en la Policía, sino porque en mi caso se multiplicaba el dolor por mil, al revivir una y otra vez el dolor que viven las familias.
Fue a partir de las pérdidas que desarrollé un mecanismo de defensa: cada vez que acudía a despedir a un compañero, tiraba a la basura la corbata negra que utilizaba. Ello implicaba que cuando tenía que acudir a un velorio, debía comprar otra corbata. Mi decisión era que en mi clóset o casa nunca hubiera una corbata negra ni por error.
Me sirvió como un paliativo, porque era la forma de negar que aunque nos dedicábamos a una profesión que implicaba más peligro que el que enfrentan incluso soldados en territorio extranjero, siempre teníamos la esperanza de que la pérdida no se volviera a presentar.
Con el paso del tiempo entiendo aún más que la verdadera responsabilidad de un líder no es atender lo urgente, porque siempre habrá algún tipo de urgencia. También entiendo que a pesar del cansancio y desánimo que implica “enterrar” a los compañeros, para su familia no se trata de un nombre más en un monumento, no es un obituario en un periódico o una esquela en redes sociales. Es un padre o madre, un hijo o hija, un esposo, un hermano que no va a regresar jamás. Ese momento, en el que podemos decidir evadir una ceremonia a un hermano caído, siempre se debe considerar que el arropo y la presencia es lo único que podemos aportar a esa familia para sobrellevar el dolor de una pérdida que sentirán absolutamente todos los días de su vida.
Texto escrito por uno de los grandes policías de México, quien con honor, valor y justicia, buscó y busca un mejor país para nuestras familias.
Post scríptum: Las miradas lascivas e incómodas son inolvidables, especialmente en ciertos escenarios. En mi caso, ocurrió en 2007 durante una gira presidencial en Acapulco, durante la Convención Nacional Bancaria. Provino de quien entonces, era el alcalde del Puerto.