¿Qué tienen en común países como Polonia, Hungría, Turquía, Eslovaquia, Israel, Italia, India, Venezuela, Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Estados Unidos o México? Todos ellos han vivido, en los últimos años, tensiones severas entre los poderes judiciales y los gobiernos, que han derivado en reformas —o intentos de— para limitar, capturar o cooptar a los tribunales.
El guion se repite con variaciones locales: un gobierno, con respaldo popular, promueve decisiones controvertidas. Los tribunales las revisan y, en algunos casos, las anulan por considerarlas contrarias al orden constitucional. Entonces, el gobierno acusa a los jueces de obstaculizar la voluntad del pueblo, de frenar el cambio, de extralimitarse en sus facultades. El paso siguiente es intervenir, con mayor o menor éxito, en la integración de los órganos judiciales para reemplazar a los jueces por otros con perfiles más afines al proyecto en el poder, que se levanta fortalecido pero sin límites.
Cada país tiene su especificidad, pero el patrón global es reconocible. Y no se trata solo de conflictos locales. Revelan una crisis profunda entre la racionalidad política, propia de los gobiernos, con la racionalidad jurídica, que caracteriza a los tribunales. Entre la lógica mayoritaria y los límites al poder trazados por el constitucionalismo moderno.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los tribunales constitucionales se expandieron y consolidaron como garantes del nuevo orden: uno que debía combinar la representación mayoritaria con capacidad de decisión con el respeto a los derechos humanos y a las minorías. Esta arquitectura dotó a los jueces de una función contramayoritaria: la de frenar al poder incluso cuando éste emana de las urnas.
Y es ahí donde emerge la tensión estructural de toda democracia constitucional: ¿hasta dónde pueden —y deben— llegar los jueces en el control del poder? ¿Deben autolimitarse para no invadir la esfera de los representantes electos? ¿O deben actuar con firmeza como garantes del orden constitucional, aun a costa de enfrentar la voluntad de las mayorías? ¿Cómo construir diálogo y puentes entre estas dos visiones que hoy polarizan y dividen? ¿Cómo corregir sin suplantar? ¿Cómo encauzar sin frenar?
Los jueces están atrapados en un dilema sin respuesta fácil: si no frenan los abusos, abdican de su función y se convierten en dóciles cortesanos togados. Si se exceden, pueden perder la confianza pública y comprometer su legitimidad. Mientras tanto, el péndulo oscila peligrosamente entre dos extremos: el poder sin límites y los límites del poder. Es hora de replantear, con seriedad y visión de largo plazo, con bases jurídicas, éticas y sentido político, cuál debe ser el lugar y la función de los jueces en nuestras democracias. La historia nos enseña cuáles son las consecuencias de no hacerlo.